Pocos días después de la velada mencionada en el capítulo anterior, la mañana amaneció fea. No caían chaparrones rápidos y repentinos, sino que había una constante llovizna que borraba todo el color del paisaje y llenaba el aire de una sutil neblina gris, hasta el punto de que la gente respiraba más agua que aire. En tales ocasiones, la conciencia de la proximidad del mar inmenso e invisible servía solo para abatir los ánimos; pero además de actuar sobre los nervios de los más excitables, ese tiempo afectaba a los sensibles o enfermos de una manera física. El ataque de reumatismo de Daniel Robson le incapacitaba para salir de casa, y a un hombre acostumbrado a una vida activa y a una mente poco activa se le hacía muy difícil de soportar. No era un hombre de mal talante, pero su estado de reclusión le hacía estar de peor humor de lo que había estado en su vida. Estaba sentado en el rincón de la chimenea, insultando al tiempo y poniendo en duda la sensatez o la conveniencia de todo lo que hacía su mujer en su habitual rutina doméstica. El «rincón de la chimenea» consistía en realidad en dos paredes que sobresalían más o menos un metro y medio a cada lado del hogar, y en un recio banco de madera apoyado en una de ellas, mientras delante se hallaba la «butaca del señor», de respaldo circular, cuyo asiento lo componía una pieza cuadrada de madera atinadamente ahuecada, que formaba un ángulo de cuarenta y cinco grados con respeto al hogar. Ahí, presenciando las operaciones que tenían lugar sobre el fuego, había permanecido Daniel Robson a lo largo de cuatro interminables días, aconsejando y dándole órdenes a su mujer acerca de cómo hervir las patatas o preparar las gachas, labores de las que ella estaba muy orgullosa, y acerca de las cuales no habría escuchado ni siquiera el consejo del ama de casa más experta de todo Yorkshire. Pero, sin saber muy bien cómo, había conseguido refrenar su lengua y no decirle a su marido, tal como habría hecho cualquier mujer, y cualquier hombre, que se ocupara de sus propios asuntos o le pondría el trapo de fregar por sombrero. Incluso frenó a Sylvia cuando esta propuso, más bien como burla, que siguieran las ignorantes indicaciones de su padre, y que él mismo viera y oliera las consecuencias.
—¡De ninguna manera! —dijo Bell—. Un padre es un padre y hay que respetarlo. Pero es un fastidio tener a un hombre en la casa junto al fuego, y que encima haga este tiempo, y que ni un alma venga a visitarnos, y ni siquiera poder reñir con tu padre, pues hemos de hacer caso a la Biblia, querida; y no te creas que no iría muy bien una buena riña; al menos le removería la sangre. Ojalá apareciese Philip.
Bell suspiró, pues en esos días había experimentado en parte la dificultad con que se topó madame de Maintenon4 (y disponiendo de menos recursos) de intentar divertir a un hombre que estaba de un humor de perros. Pues Bell, aunque buena y sensata, no era una mujer de recursos. El plan de Sylvia, aunque irrespetuoso a ojos de su madre, le habría hecho más bien a Daniel, aun cuando le hubiera puesto furioso, que la monótona rutina de su callada y meticulosa mujer, que, aunque conducente a la comodidad de su marido cuando este estaba ausente, en aquellos momentos no le divertía.
Sylvia se burló de la idea de que Philip acudiera a su casa para divertir o entretener a su padre, hasta que casi hizo enfadar a su madre con su manera de ridiculizar a aquel joven formal, a quien Bell consideraba un modelo de lo que debía ser un joven de su edad. Pero en cuanto Sylvia vio que había enojado a su madre, se puso a hacerle bromas y la besó, y le dijo que ella se encargaría de todo a las mil maravillas, y se fue corriendo a la trascocina, en la que madre e hija habían estado fregando la mantequera y todos los utensilios de preparar mantequilla. Bell observó la hermosa figura de su hija, cuando, al pasar corriendo con el delantal por encima de la cabeza, oscureció la ventana tras la cual trabajaba su madre. Esta se detuvo por un momento, y a continuación dijo, casi sin darse cuenta, «Bendita seas, niña», antes de seguir restregando algo que ya estaba blanco como la nieve.
Sylvia atravesó corriendo el corral de la granja bajo la llovizna hasta llegar al lugar donde esperaba encontrar a Kester, pero este no estaba, por lo que tuvo que volver sobre sus pasos hasta el establo, y, tras subir por una tosca escalera de madera colocada recta contra la pared, sorprendió a Kester sentado en el altillo donde guardaban la lana, inspeccionando los vellones destinados al hilado. Sylvia asomó su cara alegre, rodeada por un delantal de lana azul, a través de la trampilla, y se dirigió, con la cabeza solo visible en parte, al criado, que era casi como de la familia.
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Los amores de Sylvia - Elizabeth Gaskell
Historical FictionEsta novela, quizá una de las más inolvidables de toda la narrativa victoriana, describe la historia de Sylvia Robson, una joven provinciana de la que se enamoran dos hombres de carácter antagónico: el comerciante Philip Hepburn y el arponero Charle...