27 - Días de aflicción

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Philip tenía dinero en el banco de los Foster, pero tampoco mucho, pues aún estaba pagando el mobiliario de la casa. Algunos muebles eran viejos, y habían pertenecido a los hermanos Foster, y se los habían dejado a Philip a un precio muy razonable; pero aun con todo, aquella compra disminuía el monto de sus ahorros. Pero retiró gran parte de la suma que poseía, de hecho, retiró más de lo que poseía, para consternación de sus antiguos patrones, aunque la bondad de sus corazones pudo más que los argumentos más fríos de sus mentes.

Todo se necesitaba para defender a Daniel Robson en el tribunal de York. La esposa de este le había entregado a Philip todo el dinero que poseían y todo lo que era de algún valor. El propio Daniel no era de los que pensaban mucho en el futuro; pero para la ahorrativa mente de Bell, las guineas redondas y doradas, que guardaba en una bolsa para cuando llegara el día de pagar el alquiler, le parecían una fortuna de la que Philip podría disponer indefinidamente. Sin embargo, no comprendía el peligro en que se hallaba su marido. Sylvia se comportaba como si habitara un sueño, refrenando las lágrimas que podían interferir en el curso normal de la vida que había decidido seguir en la terrible hora en que se enteró de todo. Cada penique que ella o su madre ahorraban iba a parar a Philip. Hasta los ahorros de Kester, ante las súplicas de Sylvia, fueron puestos en las manos de Philip; pues Kester no tenía una gran opinión del criterio de Philip, y hubiera preferido entregarle directamente su dinero al señor Dawson, y suplicarle que lo utilizara para salvar a su patrón.

De hecho, incluso, la silenciosa brecha que se abría entre Kester y Philip se había ensanchado últimamente. Era época de siembra, y Philip, que siempre se interesaba por todo lo que pudiera afectar a Sylvia, y también para distraerse de la gran angustia que le causaba la situación de Daniel, había dado en estudiar agricultura con algunos libros que había pedido prestados: La guía completa del granjero y cosas así; y de vez en cuando importunaba al práctico y terco Kester con teorías que había leído en esos libros. Kester perseveraba en obrar como siempre lo había hecho, despreciando a Philip y a sus libros de palabra y obra, hasta que al final Philip se retiró de la contienda. «Muchos llevan a un caballo hasta el abrevadero, pero pocos saben hacerle beber», y Philip, desde luego, no era uno de ellos. Kester, de hecho, le miraba con celos en muchos aspectos. Había preferido a Charley Kinraid como pretendiente de Sylvia; y aunque no tenía ni idea de la verdad —y creía tanto como los demás que el arponero se había ahogado—, el año transcurrido desde la supuesta muerte de Kinraid no había sido más que un corto período en la vida de aquel hombre, que olvidaba que para los jóvenes el tiempo pasa muy lento; y habría reñido más a Sylvia, de no haber estado la joven tan apesadumbrada, por dejar que Philip la visitara tan a menudo, por mucho que fuera para hablar de cómo iban las cosas con su padre. Pues el temor a esa pena capital que solo ellos dos compartían les hacía pasar mucho tiempo juntos, a veces excluyendo a Bell y a Kester, y este último se daba cuenta de ello y se lo tomaba a mal. Kester llegaba hasta el punto de preguntarse qué pensaba hacer Philip con el dinero, que a él le parecía una suma incalculable; y en un par de ocasiones cruzó por su mente el infame pensamiento de que a lo mejor la tienda que regentaban aquellos dos jóvenes no resultaba tan lucrativa como cuando era propiedad de los dos ancianos, y que parte del dinero que iba a parar a Philip podía tener otro destino que pagar a los abogados de su amo. ¡Pobre Philip, que se estaba gastando todo su dinero, y más del que poseía, sin que nadie lo supiera, pues había hecho jurar a sus amigos banqueros que guardarían el secreto!

Solo una vez se atrevió Kester a hablarle a Sylvia a propósito de Philip. Esta había seguido a su primo hasta la parcela que quedaba justo delante de la casa, frente al porche, para preguntarle algo que no se atrevía a preguntar en presencia de su madre —Bell, de hecho, de tan angustiada como estaba, acaparaba todas las preguntas siempre que Philip las visitaba—, y se lo quedó mirando de manera inconsciente mientras Philip se alejaba colina arriba, aunque casi sin pensar en él; y cuando estuvo en la cima él se volvió para echar una última mirada al lugar donde habitaba su amor, y, al verla, le dijo adiós con el sombrero. Y ese movimiento, y su silueta recortada contra el cielo, sacó a Sylvia de los pensamientos que no tuvieran que ver con él y con su amor, ahora reconocido, y regresaba hacia la casa cuando oyó la voz ronca de Kester que la llamaba, y le vio de pie junto a la puerta del establo.

Los amores de Sylvia - Elizabeth GaskellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora