[49] Libertad

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—Señorita Marshall, ya hemos arreglado todos los papeles. Puede irse en cuanto desee. Como ha estado practicando con las muletas no creo que tenga muchas dificultades. Recuerde venir al chequeo una vez por semana.

Sonrío ampliamente. No había practicado nada con las malditas muletas. Todas las veces que salía con mi hermano, o con Derek a caminar, terminábamos en una heladería disfrutando de la excelente menta granizada. Pero no importaba. Con o sin muletas, era libre al fin.

Ya había preparado mis cosas. Ayer, cuando me avisaron que podía ser que hoy me liberaran, no había tardado en acomodar mi maleta con mis pocas cosas. Mas vale estar preparado. 

—Muchas gracias —digo, levantándome de la cama.

—Oliver Hudson la espera en el estacionamiento. ¿Necesita ayuda con la maleta? 

Me detengo de pronto. ¿Oliver? No entendía nada. ¿Qué hacía él aquí?

¿Y por qué últimamente me hacía esa pregunta tan seguido?

Durante los tres días que habían transcurrido desde la última vez que lo vi —cuando vino a decirme que había despedido a Clau— que no lo veía. Tampoco a Linds. Ella había venido dos veces y le había dicho a la enfermera que no la dejara pasar, pero Oliver no se había mostrado por aquí. Mi celular todavía marcaba tres llamadas perdidas de él de hace un día. No me había molestado en atender.

—Claro, gracias—respondo, tratando de no parecer confundida.

La mujer se acerca y toma mi maleta ya cerrada. Avanza por el corredor mientras yo la sigo, intentando mantener el ritmo con mis odiosas muletas.

Llego al piso de abajo, y me guía entre la gente hacia la salida. Cuando estoy afuera, no tardo en ver el auto de mi jefe estacionado a unos pocos metros. 

Oliver sale del auto y se dirige hacia nosotras. Lleva unos pantalones deportivos holgados y una camiseta manga corta, dejando a la luz unos fuertes brazos. ¿Desde cuándo mi jefe tenía esos brazos? Me recuerda a la vez que pasé la noche en su apartamento, y que al día siguiente me lo encontré vestido de forma similar cuando volvió de correr.

Cuando mi problema más grande era salvarle de su ataque de asma.

—Buenos días —saluda él. Se acerca a la enfermera, y toma la maleta de sus manos—. Yo me encargo desde aquí, muchas gracias.

La mujer sonríe, saluda, y vuelve a entrar al hospital. Me vuelvo hacia Oliver.

—¿Qué haces tú aquí? —pregunto, al fin.

—Tu hermano me llamó para avisarme que hoy te daban el alta. Me dijo que no querrías... ver a tus padres, que si podía ir yo a recogerte —explica él, comenzando a andar. Lo sigo.

—Oh, pues gracias. No se de dónde mi hermano habrá sacado tu número, pero prefiero no preguntar.

Oliver ríe. Llegamos a su auto, y el lo rodea para abrirme la puerta. Lo hubiera considerado caballeroso, excepto por el hecho de que seguro estaba pensando en todas las veces que hice desastres en su auto. Con muletas y todo, ni abrir la puerta podía.

Entro, y él toma mis muletas para ponerlas en los asientos traseros. Luego, sube también al auto y lo enciende.

Durante la mitad del trayecto ninguno habla demasiado. Solo intercambiamos unas pocas palabras sobre el estado de mi pie, y eso es todo. Pero mi mente viaja por otro lado. Mirando al hombre que tengo aquí al lado de reojo, mi cerebro tan alocado me devuelve a aquel momento en la piscina del hotel, al momento exacto en el que nos besamos. 

Un Auténtico DesastreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora