Pensaba contaros un cuento de esos que se narran a la luz de una hoguera. Un cuento de princesas encantadas y valientes caballeros y sobre todo malvados muy malos. Pero en ocasiones la realidad es muchísimo más emocionante que cualquier relato. Es por eso que he decidido narrar la historia de una joven doncella y de una maldición. Unos hechos verídicos que yo mismo viví cuando tenía la mitad de años que ahora tengo y todavía quedaba en mi alma un atisbo de esa ingenuidad que con el paso del tiempo se pierde.
Esa doncella, una humilde campesina de un pequeña y perdida aldea sin nombre, se llamaba Sheila, aunque en el poblado todos la conocían por el sobrenombre de «La cazadora», pues pese a que ninguna mujer tenía permitido adentrarse en los bosques para cazar, Sheila era de las que no permitían que le impusieran normas.
La jovencita salía de caza todas las mañanas antes de clarear, bajo la luz de las estrellas. Era rápida como un gamo, sigilosa como un lobo y tan paciente que podía esperar a su presa durante horas sin mover ni un músculo. Conocía el bosque mejor que los más expertos cazadores y siempre cobraba las mejores piezas.
Recuerdo que fue una fría mañana de octubre, justo después de que el sol naciera por el horizonte, iluminando de matices dorados los esbeltos troncos de los robles y tiñendo el cielo de rosas y celestes y con la bruma empezando a clarear, cuando Sheila se dio cuenta de que estaba en una zona del bosque que nunca había explorado. Eso no la amedrentó, todo lo contrario. Quizás allí hubiera mejores piezas, tal vez algún esquivo ciervo o incluso un jabalí.
La joven se internó en el bosque, un bosque viejo cuyos árboles cubiertos de musgo y enredaderas se alzaban altivos hacía el cielo otoñal y se dio cuenta de que apenas si se escuchaba algún sonido, algo bastante extraño, tuvo que reconocer, en un bosque que acababa de despertar y donde el canto de las aves siempre la acompañaba. Tampoco se escuchaba el rumor del viento en las hojas ya secas, que lentamente caían en una última danza cubriendo el suelo de un precioso color dorado, ni en las ramas de los robles y abedules. Ese sonido que le recordaba al del mar y que tan solo había visto en una ocasión. No escuchaba más que su rítmica respiración y los latidos de su corazón, casi como si la naturaleza hubiera dejado de existir.
El sol iluminó los cabellos rojizos de la joven creando una aureola de llamas alrededor de su cabeza y haciendo brillar sus ojos como dos esmeraldas bajo la luz del naciente astro. Era alta para su corta edad, pues solo tenía quince años; aunque enhiesta sobre el tronco podrido de un árbol, abatido por algún temporal del anterior invierno, su figura tenía la apariencia de una diosa. Una diosa cazadora con su arco en su mano derecha y un carcaj de flechas adornadas con plumas de cuervo a su espalda.
Sheila echó a correr por el anciano bosque, cautivada por la belleza de todo lo que veía a su alrededor, cuando de pronto se detuvo de golpe. Sin darse cuenta había topado con un muro de piedra desgastada por el tiempo. Un amplio muro muy antiguo y que formaba parte de una construcción aún mayor.
«¡Un castillo aquí! »—se dijo—«¡En mitad del bosque!».
Era extraño. Nadie en su aldea había oído hablar de aquel castillo, ni siquiera formaba parte de las leyendas que se contaban a la luz de la hoguera y de las que era tan aficionada. Ella era la primera persona en verlo desde hacía muchísimo tiempo.
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La joya del dragón. (Terminada).
FantasíaSheila, una joven cazadora, encuentra accidentalmente una extraña joya. Una joya mágica que traerá una terrible maldición a su pueblo y al mundo, despertando la ira de un fantástico ser. Junto con un valeroso guerrero, un viejo mago, una hábil ladro...