Capítulo 33. Khalassa

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Sheila

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Sheila

Sheryn, el padre de los dragones pareció sonreír, aunque no estaba muy segura de que un dragón pudiera hacerlo.
Sabia decisión —dijo.

—Decidme qué he de hacer.
Lo único que debes hacer es ser tú misma. Todo lo que necesitas saber está en tu interior. Toda la fuerza y todo el valor que requieres ya están contigo. Solo debes liberarte y así liberarás tu don, Khalassa.
No lo entiendo.
Lo comprenderás. Shephiro será tu guía. La ceremonia tendrá lugar ahora mismo.
No sabía a qué ceremonia se refería, ni cuál era mi cometido.
Shephiro, el dragón escarlata, apareció a mi lado.
Acompáñame, joven Khalassa —dijo.

Monté en su lomo, tal y como había hecho unos instantes antes, y el dragón se elevó en las alturas. Voló un corto trecho y descendió junto a unas ruinas de lo que pareció ser un templo, pero que ahora era irreconocible. En el centro de aquel montón de escombros había una oscura piedra con forma de altar. Me recordó a aquella otra donde había encontrado la espada con la joya roja engarzada en ella: La joya del dragón.
Debes tocar el altar—dijo el dragón.
Me acerqué hasta la piedra oscura que era más alta que yo y tenía forma de obelisco y palpé su fría superficie. Sentí como un entumecimiento en las yemas de los dedos al tiempo que un escalofrío recorría mi cuerpo.
—No ocurre nada —dije y de repente un vértigo asaltó mi mente. Sentí un súbito mareo y caí de rodillas al suelo, pero sin dejar de tocar la piedra. El mundo se oscureció y todo se volvió negrura.

...

Al despertar no reconocí el lugar en el que me encontraba. Las ruinas habían desaparecido, el obelisco había desaparecido y creí hallarme sola, pero no era así. Shephiro no estaba a mi lado. En su lugar había una niña pequeña. Sus cabellos eran tan rojos como los míos.
—¿Eres Khalassa? —Le pregunté y ella asintió.
—Tú también lo eres —La niña se acercó hasta mí y me cogió de la mano—. Ven, te mostraré lo que debes saber.
Acompañé a la niña hasta una oscura cueva que se abría en la pared de la montaña y me hizo seguirla a su interior. Me fijé que las antorchas que pendían de unos ganchos en la pared se iban iluminando por si solas al pasar junto a ellas. Las llamas se multiplicaban en el cobrizo cabello de la niña haciéndolo brillar con un cálido resplandor.
—Observa —Me dijo y señaló una de las paredes de la cueva. En ella alguien había pintado unos dibujos que enseguida reconocí. Eran escenas dibujadas por la mano de un niño, sin embargo también eran tan realistas que me sobrecogieron. 
Vi un castillo rodeado por un bosque y una joven de cabellos rojos entrando en él. En otro dibujo esa misma joven tomaba una espada, que brillaba con un rojo fulgor, de un altar en ruinas y más adelante, en la pared opuesta, el dibujo de esa misma joven huyendo de la destrucción que acaecía en el castillo mientras una sombra oscura la sobrevolaba, la sombra de un dragón negro como la noche. Era yo. Todas esas imágenes contaban mi historia.
—¿Cómo es posible? —Pregunté y el eco transportó mis palabras hasta el interior de la gruta.
—Lo que sucederá siempre está escrito con antelación, Aunque a veces permanece borroso —dijo la niña.
—¿Mi destino ya está escrito?
—Sí y no. Ni siquiera los dioses son conscientes de lo que depara el futuro. Las brumas de lo que aún está por llegar nos impiden ver lo que va a suceder.
No entendía aquel galimatías, pero no dije nada.
—Si tiras una piedra a un estanque puedes predecir lo que va a ocurrir —dijo la niña—, no obstante cuando las ondas se alejan de su centro, nada es tan claro ya. Tu destino lo eliges tú con tus actos y siempre está en cambio.
—¿Entonces no puedes predecir lo que va a suceder?
—Puedo imaginar lo que sucederá y tratar de que esos pensamientos se hagan realidad, pero no puedo obligarte a ver lo que tú no quieres ver.
—¿Y qué es eso que ves? —Quise saber.
—Veo a Khalassa combatiendo el mal. Te veo a ti y veo a tus amigos luchando contra el malvado nigromante.
—¿Ves a mis amigos? ¿Se encuentran bien?
—Estarán bien y luego dejarán de estarlo.
—¿Qué va a sucederles? —Grité.
—El destino pide un sacrificio. Uno de ellos morirá.
—¿Quién? —Pregunté aterrada.
—Aquel que sea el elegido —contestó la niña con otra de aquellas frases incomprensibles—. Eso aún no es posible saberlo.
—¿Cómo puedo evitarlo?
—Eso, Khalassa, es algo inevitable.

—¡No! ¡No lo acepto!

—Entonces solo tienes una opción —dijo la niña y pareció sonreír.

—¿Cuál es esa opción?

—Tendrás que ser tú quien se sacrifique por ellos. ¿Crees estar preparada para hacerlo?

Dudé durante unos segundos. Unos instantes en los que recordé los rostros de mis amigos tan queridos. Vi el gesto amable y protector de mi padre, la férrea voluntad de Aidam y su innegable  valor, el coraje de Acthea, la alegría de los enanos, la nobleza de Haskh y me di cuenta de algo que hasta entonces no creía saber. Algo que nacía dentro de mí, en algún lugar muy profundo y que me pertenecía. La joya del dragón nunca podría corromper ese sentimiento como había sucedido con mi tío, el nigromante, ni como le ocurrió a mi padre. Nunca me transformaría en un ser vil y egoísta.

—Sí, lo estoy —aseguré —¿Qué he de hacer?

—Te lo mostraré, hemos de ver a alguien —dijo la niña y volvió a tomarme de la mano. 

Nos internamos en lo más profundo de la cueva hasta llegar a una amplia galería cuyos techo se elevaba sobre nosotras unos quince metros y del cual pendían afiladas estalactitas semejantes a dagas. En el centro de la cueva aguardaba un anciano de canos cabellos y larga barba blanca. Su túnica de un color rojo oscuro se hallaba cubierta de una infinidad de incomprensibles signos semejantes al idioma que Haskh me había descrito con anterioridad. El rostro del anciano, ajado por el paso del tiempo se iluminó al vernos aparecer.

—¡Bienvenidas, Khalassas! —dijo con una voz paciente y amable. Luego su rostro se volvió hacia mí—. Es un placer conocerte, Sheila. Seguro que estás deseando hacerme muchas preguntas, pero primero déjame que me presente: Mi nombre es Shorus y soy el Guardián de los Secretos.

—¿Me conoces? —Pregunté.

—Así es. Te conozco desde hace mucho tiempo. Desde antes de que tú nacieras, como quien dice.

—No te entiendo.

—Es comprensible —asintió el anciano—. Hay muchas cosas que desconoces, Sheila. Como la elegida que eres, trataré de explicártelas.

—¿La elegida? Yo nunca quise esto.

—Lo sé. ¿Acaso crees que esa niña pudo elegir? ¿Crees acaso que no hubiera deseado tener una vida larga y tranquila? ¿No sabes que ella tuvo que sacrificarse por el bien de la humanidad?

—¿Murió?

—Así fue. Murió y con su muerte equilibró la balanza. El equilibrio, Sheila, es lo único que importa. Sin él el caos triunfa.

—¿Entonces, habré de morir? —Quise saber.

—¿Tanto miedo le tienes a la muerte, Sheila?

Lo pensé unos segundo y llegué a la conclusión de que no tenía miedo a morir.

—No. No temo a la muerte, siempre que esta sirva para algo.

El anciano sonrió por primera vez.

—Ese, Sheila, es un primer paso en la dirección correcta.







La joya del dragón. (Terminada).Donde viven las historias. Descúbrelo ahora