Capítulo 15. El desierto

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Saber dónde se encontraba Dragnark en ese preciso momento era una noticia formidable, pero no nos servía de nada, pues no teníamos forma alguna de abandonar ese lugar

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Saber dónde se encontraba Dragnark en ese preciso momento era una noticia formidable, pero no nos servía de nada, pues no teníamos forma alguna de abandonar ese lugar. Desde lo alto de una colina oteé el horizonte tratando de encontrar alguna construcción, algún asentamiento y ya puestos a imaginar, un portal como el que habíamos usado para llegar a aquí, sin embargo tan solo el vasto e inhóspito desierto nos aguardaba. Kilómetros y kilómetros de arena amarillenta y de rocas descarnadas era cuanto se extendía a nuestro alrededor.
—Dragnark consiguió salir de aquí —dijo Aidam, que había llegado sigilosamente hasta donde me encontraba.
—Él pudo transformarse en dragón y salir volando sin más —dije.
—Sí, es cierto. Lo había olvidado.
—Sé que debe existir algún poblado. No todo puede ser desierto hasta donde alcanza la vista.
—Nadie conoce este lugar. Nunca se han confeccionado mapas de esta zona. En realidad nadie se atreve a venir hasta aquí.
—Mi pueblo conocer —dijo Milay a nuestras espaldas y tanto Aidam como yo nos sobresaltamos. Había que reconocer que los sígilos hacían honor a su nombre.
—Perdonad si yo asustaros. No ser intención mía.
—¿Has dicho que tu pueblo conoce esta zona? —Le pregunté.
—Así ser. Milenios hacer que nosotros vivir aquí. Aún recordar en leyendas contadas junto a hogueras.
—¿Tu pueblo vivía aquí?
—Sí. Después de gran hecatombe, nosotros marchar, pero antes ser hogar nuestro.
—¿Y sabrías decirnos cómo salir de este lugar? —Preguntó Aidam.
—Yo recordar que haber ruta. Aún en estos días, peregrinos recorrer desierto hasta antiguo hogar. Ser lugar sagrado. Habitado por Serifins.
—Se refiere a espíritus, las almas de sus muertos —explicó Aidam—. ¿Puedes llevarnos hasta allí, Milay?
—No poder llevar a ciudad sagrada, estar prohibido para forasteros, pero sí llevar hasta río.
—Si hay una ruta desde la que su pueblo peregrina hasta aquí, podremos tomarla —dijo Aidam—. El viaje será arduo, pero no pereceremos en este desierto. Además ese río puede ser nuestra salvación. Después seguir su curso será bastante fácil.
—Me parece una buena idea —asentí—. De nuevo tenemos que darte las gracias, Milay. No sé qué haríamos sin ti.
Ella sonrió y después se sonrojó. Su expresión era tan dulce que recordaba a un juguetón gatito.
—No dar gracias, yo alegrar de ser útil —dijo.
—Aidam, encárgate de que Milay te explique cómo llegar hasta ese río, yo mientras tanto tendré todo preparado para la marcha. ¿Cuántos días crees que tardaremos en llegar hasta allí, Milay?
—Cuatro o cinco. No más días —respondió Milay.
Cinco días vagando por aquel desierto y sin apenas agua iba a ser algo muy justo, pero lo lograríamos. No teníamos otra opción.

Dos horas más tarde emprendíamos la marcha. Caminábamos a buen paso y el atardecer nos sorprendió de improviso. Un cielo tachonado de estrellas iluminó nuestro camino, hasta que el alba las hizo palidecer. Fue entonces cuando hicimos un alto.
—Descansaremos un par de horas y luego reemprenderemos la marcha —dijo Aidam y todos asentimos. Por ahora el cansancio no hacía mella en nosotros, pero sabía que llegaría cuál furtivo ladrón. Era cuestión de tiempo.
La noche siguió al día y nuestro paso se hizo más lento. Los enanos fueron los primeros en sentirlo, junto conmigo que ya no era ningún chaval. El cansancio nos abordó para no dejarnos.
—¿Te encuentras bien, padre? —Me preguntó Sheila. Yo contesté que sí con un gesto. Me encontraba demasiado fatigado para hablar.
—Deberíamos descansar —dijo Acthea, luego señaló a los enanos—. Nuestros amigos están agotados aunque no quieran protestar. Hasta yo estoy agotada.
—Mí no poder más —dijo Milay arrojando uno de los fardos que transportaba al suelo y dejándose caer tras él.
—Descansaremos un rato —aceptó Aidam.
Me senté en el suelo y respiré hondo tratando de recuperar el aliento. Sheila me acercó uno de los pellejos con agua y se lo agradecí con una sonrisa.
—Dejaré que descanséis toda la noche —dijo Aidam—. Mañana al alba continuaremos nuestro camino. No creo que falte mucho para llegar a ese lugar.
—Gracias, Aidam —dije—. Lamento ser una carga para vosotros.
—No te preocupes, Sargon. Tengo tantas ganas de salir de aquí que no había reparado en vosotros. He sido muy egoísta.
—¿Cómo están Thornill, Amvrill y Blumth? —Pregunté.
—Más o menos como tú. Tampoco son unos niños —sonrió Aidam.
Sheila tomó de la mano a Aidam y lo llevó aparte, pero no tan lejos para que no pudiese escuchar su conversación, aunque esa no era mi intención.
—¿Y tú, Aidam? ¿Cómo estás tú? —Le preguntó.
—¿A qué te refieres? Estoy bien.
—Desde que estuve a punto de matarte he notado que me esquivas —dijo mi hija.
—Eso no es cierto, Sheila...
—¿Es por Acthea, entonces?
Aidam bajó el rostro.
—Te gusta, ¿verdad? —Preguntó de nuevo Sheila.
—También me gustas tú —contestó él.
—Ya, pero ella ofreció su vida por la tuya, mientras que yo intenté asesinarte. Es eso, ¿verdad?
—No. Eso no tiene nada que ver.
—¿Entonces qué ocurre?
—No lo sé —dudó Aidam—. Creí haberla perdido y nunca hubiera esperado recuperarla, pero ahora...
—Lo entiendo —dijo Sheila.
—Tú significas mucho para mí, Sheila. Desde que te conocí, cuando no eras más que una niña indefensa, sentí algo muy especial por ti. Ahora eres toda una mujer. Eres valiente y has madurado tanto que apenas te reconozco...
—¿Pero?
—No hay ningún pero, Sheila. Daría mi vida por ti en este preciso momento si fuese necesario. Te amo como jamás he amado a nadie...
—¿Pero? —Repitió Sheila.
—Pero es un amor distinto al que imaginé que debía sentir —reconoció al fin Aidam—. No sé cómo explicarlo...
—No tienes que explicarlo —dijo mi hija—. Acthea es una joven maravillosa y me siento muy feliz de que esté de nuevo con nosotros. Creo que ella te hará feliz a ti, Aidam. Estoy contenta de que hayas tomado esa decisión.
Sheila regresó junto a mí y se echó a mi lado. Noté que lloraba y no quise decirle nada, tan solo acaricié su cabello hasta que se quedó dormida.

En cuanto el sol apareció por el horizonte nos pusimos en marcha de nuevo. Aidam caminaba absorto en sus pensamientos y Sheila se había quedado rezagada. Aminoré el paso hasta que me alcanzó.
—¿Quieres hablar? —Le pregunté.
Ella negó con la cabeza.
Tomé su mano y la miré a los ojos. El fulgor verde de su mirada me envolvió.
—Nos escuchaste, ¿verdad? —Preguntó ella.
—No era mi intención hacerlo —dije—, pero estabais muy cerca.
Ella asintió.
—No soy más que un viejo y ni siquiera soy el más adecuado para discutir sobre este tipo de temas, pero si de algo sé es de corazones rotos. En eso soy un verdadero experto.
Sheila trató de sonreír sin conseguirlo.
—Tú le amas, ¿verdad, Sheila?
—Sí, le amo.
—Yo también amaba a tu madre y sin embargo tuve que abandonarla por su propio bien. Por el suyo y por el tuyo, hija mía. No creas que fue fácil. No, no lo fue. Durante un tiempo pensé que no lograría sobrevivir, pero entonces me di cuenta de que era la única forma de manteneros a salvo y eso significó mucho para mí. El dolor se apaciguó, aunque nunca se fue del todo y pude volver a vivir de nuevo.
—¿Crees que yo también olvidaré a Aidam? ¿Es eso lo que quieres decir?
—En cierta forma, sí. Olvidarás, pero también recordarás y llorarás y un día tu herida cicatrizará. Y ese día ya no serás la misma persona que eras antes.
—Pero yo no quiero olvidar...
—Claro que no. Sin embargo tendrás que hacerlo.
Sheila me abrazó y sentí sus lágrimas humedecer mi rostro.
—Gracias, papá —dijo.
Tan solo asentí.

Dos días más tarde, tan fatigados que apenas nos teníamos en pie y con las gargantas abrasadas por la escasez de agua, Aidam nos hizo detenernos. Le vi correr  hasta la cima de un montón de rocas y otear el horizonte. Cuando regresó junto a nosotros vi que sonreía.
—Hemos llegado —dijo. El cansancio también había hecho estragos en él, aunque nunca lo reconocería—. El río está ahí, como a una milla de distancia y la ciudad de la que habla Milay no puede estar muy lejos. Pasaremos junto a ella, pero no entraremos. Se lo prometí a Milay.
Asentí. Yo también se lo había prometido. Además no era más que una ciudad muerta. Haber encontrado el río significaba apaciguar nuestra sed y ese era nuestro triunfo. Nos pusimos en marcha de nuevo y llegamos junto al río media hora más tarde.
Thornill, Amvrill y Blumth echaron a correr sacando fuerzas de flaqueza, les vi gritar de júbilo cuando se arrojaban al río aún con la ropa puesta.
—¡Agua! —Gritó Acthea a continuación, corriendo en pos de los enanos. Milay la siguió cojeando. La joven sígilo no llevaba calzado, como el resto de nosotros, y sus pies estaban cubiertos de llagas y heridas.
Dharik, siempre tan solitario y tan callado, soltó un grito de triunfo, mientras se lanzaba al agua.
Haskh tan honorable y comedido se tomó su tiempo antes de refrescarse. El semiorco era quien se encontraba en mejores condiciones. Tal vez debido a las características de su raza, imaginé.
Sheila me tomó de la cintura y me ayudó a llegar junto al río. Me arrodillé junto a la orilla y sumergí mi rostro en sus aguas cristalinas. Luego bebí con desesperación.
Aidam fue el último en zambullirse. Esperó a qué todos hubiéramos llegado y después le vi quitarse la armadura, las botas y la ropa y apilarla en un montón, tan solo se quedó con los calzones.
—Lo logramos —dijo.
—Nunca lo dudé —contesté.
—Yo tampoco —reconoció él—. El triunfo es de Milay.
En eso estaba completamente de acuerdo con él.

La joya del dragón. (Terminada).Donde viven las historias. Descúbrelo ahora