Aidam empujó a sus prisioneros hasta hacerles subir las escaleras que conducían al cadalso. La muchedumbre se apretujaba a ambos lados gritando insultos y obscenidades a los reos. Lord Reginus mantenía la cabeza alta, mientras que Lord Banner no hacía más que gimotear y eso acuciaba al público aún más.
—Tened coraje —murmuró Aidem al afligido general—. Sois un soldado, ¿no? Comportaos como tal.
—Es un cobarde —murmuró Lord Reginus desafiante—. Dragnark hubiera acabado con él de no haberlo apresado vosotros. Él no soporta a los débiles.
—Veremos si él pide clemencia o no cuando le llegue su turno.
—Os derrotará. Solo yo podría impedir que eso sucediera.
—¿Estáis tratando de comprar vuestra vida, Lord Reginus? —Preguntó Aidam—. No va a serviros de nada. Pagaréis por la muerte de Acthea y la de tantos otros.
—El rey debería escucharme.
—El rey no os escuchará. No quiere oír a un traidor como vos. Solo estoy yo y tampoco lo haré.
—Hazlo por Lianna. Hazlo por su memoria.—¡No volváis a pronunciar su nombre!
—Lianna era mi hija —insistió—. Tú me la arrebataste. ¡Me lo debes!
—Yo no os debo nada —dijo Aidam empujando con fuerza al traidor y haciéndole caer al suelo de rodillas. El público le dedicó una ovación por ello. Aidam lo arrastró sin consideraciones para dejarlo caer de nuevo junto al verdugo. El hacha de este, enorme y terriblemente afilada, brilló a la luz de las antorchas como un presagio.
El rey Durham hizo acto de presencia en la tribuna de honor, justo frente al tajo de madera donde serían ajusticiados los reos.
—¡Ciudadanos de Khorassym! —Alzó la voz el rey para hacerse oír sobre el murmullo de los allí presentes—. Vivimos una época de pesar. Una época de traiciones y engaños tal y como estas dos personas, a quienes todos conocíamos, nos han demostrado. El general Friell Banner y el general Abilio Reginus eran nuestros amigos, nuestros hermanos; hasta que la codicia creció en sus corazones transformándolos en dos seres codiciosos y rebosantes de vileza. Nos traicionaron uniéndose a nuestro enemigo (aquí el pueblo los abucheó) para intentar acabar con todos nosotros. ¿Cuál es el castigo que merecen?
Todos gritaron: «Muerte, muerte».
—Así es, el pecado de traición se paga con la muerte —el rey se dirigió a los prisioneros—. Habéis sido juzgados por vuestros delitos y condenados a muerte. Se os separará la cabeza del tronco como castigo a vuestros delitos. ¿Queréis decir unas últimas palabras?
Lord Banner no habló, no pudo hacerlo. Tan solo consiguió emitir un sollozo. Lord Reginus, al contrario, sí que habló.
—Estáis cometiendo una injusticia, Majestad —dijo—. He pecado, no lo negaré, pero aún puedo seros de utilidad.
El rey Durham observó a Aidam, mientras este negaba con la cabeza.
—¿Cómo podéis sernos de utilidad?
—Conozco a vuestro enemigo. A ese nigromante que se hace llamar Dragnark el Oscuro. Puedo ayudaros a derrotarle...
—Tuvisteis la oportunidad de hacerlo, pero optasteis por traicionarnos, ¿por qué debería creeros ahora?
—Porque estoy arrepentido, Majestad. Reconozco mi error. Dadme una oportunidad y no os arrepentiréis.
El soberano del reino de Kharos pareció meditar durante unos segundos. Luego habló con voz clara y suficientemente alta para que todos los allí reunidos pudieran escucharle.
—No puedo daros una nueva oportunidad. Vuestra sentencia es de muerte y así se hará. Ejecutadlos...
Aidam arrastró al lloroso Lord Banner hasta el tajo y colocó su cabeza sobre la tosca madera cubierta de manchas parduzcas. El verdugo, cubierto por una capucha que impedía que fuese reconocido, tomó el hacha en sus manos y aguardó un segundo.
—Que vuestra alma alcance la paz, Lord Banner—dijo el rey.
Acto seguido el verdugo alzó el hacha sobre su cabeza y la dejó caer con tal potencia que cortó el aire con un siseo. La cabeza del joven general rodó por el suelo hasta caer en un gran cesto. Mientras tanto el público gritaba alborozado y chillaba de alegría.
El cuerpo sin vida de Lord Banner fue retirado y Aidam tomó a su otro prisionero por los hombros.
—Me hubiera gustado ser yo quien os quitase la vida en un duelo, cara a cara—dijo—, pero me conformaré con veros morir.
—Dime una cosa —pidió Lord Reginus.
—Hablad.
—¿Querías a mi hija? ¿La amabas?
—Sí. Hubiera dado gustoso mi vida por ella —contestó Aidam.
—Entonces yo te perdono, Aidem. Fuiste para mí como un hijo. El hijo que nunca tuve. Ahora me doy cuenta de mi error...
—Ya es demasiado tarde... No necesito vuestro perdón. Arrodillaos.
Lord Reginus obedeció sin dejar de mirar a los ojos de Aidam.
—¿Buscáis mi perdón, acaso? —Preguntó este último, acomodando la cabeza del prisionero sobre el tajo de madera.
El anciano asintió.
—No puedo dároslo. Los dioses os perdonarán, Lord Reginus, yo no puedo hacerlo.
Aidam descendió de la plataforma sin mirar atrás, mientras escuchaba las palabras del rey.
—Qué vuestra alma alcance la paz, Lord Reginus.
Aidam continuó caminando cuando el verdugo levantó su hacha. Tampoco se volvió a mirar cuando el público estalló en una ovación de alegría. Aidam soltó el aire que había retenido en sus pulmones con alivio. Una parte de su vida desaparecía con la muerte de su antiguo mentor. Una parte de su vida que ya no deseaba recordar....
El enemigo atacó al amanecer, tal y como el traidor Lord Reginus había vaticinado. Sus tropas avanzaron inmutables y sin detenerse a pesar de la lluvia de fuego y de flechas que cayó sobre ellas. Algunos cuerpos comenzaron a arder, pero continuaron su avance como si nada les sucediese. El ejército de muertos vivientes parecía indestructible. No obstante los Dracos no hicieron acto de presencia.
Sheila observaba su avance desde la torre más alta. Yo me encontraba a su lado, al igual que el maestro Igneus y unos diez magos más. Mi hija nos había dado instrucciones sobre lo que debíamos hacer llegado el momento. El hechizo que nos hizo aprender de memoria me pareció muy sencillo, tanto que dudé que pudiera sernos de utilidad. Nada dije sobre ello.
Cuando el ejército de muertos ya se encontraba muy cerca, Sheila levantó los brazos al cielo como si se dispusiese a realizar una plegaria a los dioses, pero lo que hizo fue entonar un extraño cántico en un idioma que me era desconocido. No podía tratarse más que de la lengua de los dragones. Un idioma que nadie había hablado en los últimos mil años.
El maestro Igneus, sus diez acólitos y yo mismo comenzamos a recitar el hechizo que habíamos aprendido. Cada momento que pasaba la atmósfera parecía irse enturbiando y el sol quedó velado por oscuros nubarrones. Algo estaba sucediendo. El viento empezó a soplar con fuerza. Las nubes, muy bajas, pasaban veloces sobre nosotros, los árboles se combaban por la fuerza del huracán y tanto los soldados, como el pueblo que aguardaba expectante y el mismo rey Durham sintieron como el miedo, un miedo a lo desconocido, comenzaba a roer sus corazones.
Sheila parecía abstraída. Estaba sublime con su armadura del dragón del color de la sangre y su llameante cabello agitado por el viento. Su voz podía oírse a pesar del vendaval. Sus palabras, ininteligibles, no cesaban de surgir de sus labios, mientras que sus ojos esmeraldas brillaron con una luz tan intensa como sobrenatural. Jamás había contemplado una magia así. Nunca antes había asistido a un despliegue de poder como el que ahora tenía lugar allí, en aquel rincón del mundo.
Entonces empecé a sentir un cierto malestar. Era como si aquel hechizo estuviera absorbiendo todas mis fuerzas para entregárselas a aquella joven que era mi hija. No solo me estaba sucediendo a mí, también el maestro Igneus y los magos que nos acompañaban sintieron tales efectos. Sheila se estaba apoderando de toda nuestra energía como un vampiro que absorbiese nuestra esencia vital. Me era imposible luchar contra ese hechizo y comencé a temer por mi vida. Si el hechizo continuaba íbamos a morir sin remedio.
El cielo adquirió un matiz verdoso y los relámpagos iluminaron la bóveda celeste. Los truenos se sucedieron sin tregua, amenazando con dejarnos sordos. Algunos rayos cayeron sobre el campo de batalla, calcinando aquello que tocaban. Los muertos no detuvieron su avance, a pesar de las inclemencias del temporal, muchos de ellos fueron alcanzados por los rayos y no volvieron a levantarse, pero el grueso del ejército continuaba su marcha imperturbable.
Entonces el cielo reventó con una gran explosión que nos arrojó a todos al suelo.Después sobrevino el silencio.
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La joya del dragón. (Terminada).
FantasíaSheila, una joven cazadora, encuentra accidentalmente una extraña joya. Una joya mágica que traerá una terrible maldición a su pueblo y al mundo, despertando la ira de un fantástico ser. Junto con un valeroso guerrero, un viejo mago, una hábil ladro...