Capítulo 27. Igneus

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Sargon

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Sargon

El maestro Igneus me había hecho pasar a sus dependencias de palacio. La oscura cámara estaba repleta de estantes con libros y todos ellos versaban sobre magia. También tenía una extensa colección de bastones mágicos y cientos de pergaminos cubiertos por una letra picuda y diminuta. La propia letra del archimago. Aparte de eso, apenas había muebles y otros objetos en la habitación. Al fondo un viejo catre y una silla de cuero junto a una recia mesa de roble constituía el único mobiliario a la vista.
—Es un placer conoceros al fin, maestro Igneus —dije.
—El placer también es mío —contestó el mago—. He escuchado hablar mucho de vos y no siempre tan bien como hubiera deseado.
Fruncí el ceño.
—No os estoy acusando de nada, Sargon. Los rumores siempre suelen ser infundados.
—No lo son —dije—. Esta vez son acertados.
—¿Cómo decís? ¿Queréis explicaros?
—Lo haré —asentí—. Hubo un tiempo en que el egoísmo guiaba mis actos, maestro Igneus. Todo eso quedó atrás y tras ello he tratado de enmendar aquellos viles actos que cometí, aunque no sé si habré logrado ganar mi perdón.
—Todos cometemos errores, Sargon. Es de sabios conocerlos y tratar de enmendarlos.
—Mucha gente murió por mi culpa. Personas que confiaban en mí y a las que fallé.
—¿Cómo ocurrió?
—Es largo de contar y no quiero aburriros, maestro. En resumen baste decir que fui culpable de mis actos y que estos jamás han vuelto a repetirse. Con mucho esfuerzo logré dominar la cólera que me poseía.
—Fue esa joya que poseíais la culpable de vuestros actos, ¿verdad?
—En realidad no lo fue. Esas joyas mágicas influyen en cada persona de una forma distinta, haciendo resaltar las perversidades que uno ya posee y también los dones que permanecen ocultos en el corazón de cada uno de nosotros. Yo era débil y esa joya se aprovechó de mi debilidad y fue esa debilidad la que acabó con todas esas personas.
—Sigo sin acusaros de nada, Sargon. Sé que no debió de ser fácil, pero lograsteis superarlo.
—Así fue. Lo hice.
—Sé que queréis preguntarme algo, Sargon. Puedo adivinarlo con solo veros. ¿Qué necesitáis de mí?
—Vuestra sabiduría, mi señor. Necesito acceder a un portal. Es de máxima prioridad para salvar la vida de alguien.
—¿La vida de alguien corre peligro?
—La vida de mi propia hija, maestro Igneus. Esa joven de la que os hablé y que está secuestrada por mi propio hermano es mi hija Sheila. Ella es alguien muy especial y no solo por tratarse de mi hija. Sheila absorbió el poder de una de esas joyas y eso la convierte en alguien muy poderoso. Temo que Dragnark intente arrebatárselo a costa de su vida.
—¿Y sabéis dónde se encuentra?
—Creo saberlo, pero se halla a muchas millas de aquí. Nunca llegaría a tiempo de salvarla si no es a través de un portal.
—Entiendo. Sé de un portal aquí en Khorassym, pero...
—¿Pero? —Pregunté.
—Pero no creo que pueda seros de ayuda. Ese portal dejó de funcionar hace muchos siglos. Fue destruido en una época de incomprensión, cuando la magia y los magos éramos vistos más como un peligro que como una promesa de ayuda.
—Sé a qué época os referís, maestro. ¿Es cierto que fue destruido?
—Así es. Los portales fueron concebidos por una magia muy superior a la nuestra, Sargon. Eso también debéis saberlo. Nunca hemos sido capaces de crear uno nuevo, tan solo seguimos usando los que aquellos excepcionales magos crearon y quedan muy pocos en el mundo. El único que conozco, aparte de este de aquí, está muy, muy lejos. Más allá de las tierras baldías. En algún lugar del ignoto oeste.
—Mi hermano posee otro, maestro Igneus. Está en su capital, en DevilSlave.
—Una vez derrotemos a vuestro hermano podremos acceder a él. Mientras tanto no nos es de utilidad.
—¿Pensáis que podemos derrotarlo? —Pregunté.
—Hemos de hacerlo, Sargon. ¿Qué sería de nosotros si no lo lográsemos?
—Acabaríamos muertos —dije—. ¿Conocéis algún otro método con el que pueda viajar para rescatar a mi hija?
Igneus pareció dudar por un momento.
—Lo que es viajar físicamente hasta ella, no; pero tal vez podríais comunicaros con vuestra hija de una manera menos sutil. Os ayudaré, Sargon. Podéis contar conmigo.

...

Aidam estaba sonriendo. Nunca hubiera sospechado que el destino tornase de aquella forma, devolviéndole de súbito todo lo que era suyo por derecho.
Nos encontrábamos en nuestra humilde alcoba de la más aún humilde posada donde Aidam había vivido en su infancia. Un lugar que, en comparación con el fastuoso palacio que habíamos visitado, se nos aparecía aún más sombrío.
—Así que ahora eres un Lord —bromeó Acthea—. ¿He de arrodillarme ante vos, mi señor?
—Menos chanzas —contestó Aidam, tratando de parecer molesto, pero sin conseguirlo—. Antes de nada soy vuestro amigo y el poder y el dinero no deben nunca interponerse ante la amistad.
—Sabias palabras, Aidam —dije—, aunque muy poco realistas. En este mundo que nos ha tocado vivir el poder y el dinero lo son todo y es una verdadera desgracia. Me alegro de que aún queden personas como tú.
—Lord Aidem —recalcó el guerrero con una sonrisa torcida—. Así debéis llamarme ahora...
Acthea le tiró un zapato a la cabeza y él rio con ganas.
—¿Encontraste lo que buscabas, Sargon? —Me preguntó el guerrero mientras le devolvía el zapato a su dueña y ella lo aceptaba con una reverencia—. ¿Hallaste ese portal?
—No. Aunque Igneus cree poder ponerme en comunicación con Sheila. Esta noche he de acudir a sus aposentos.
—¿Crees que aún se encuentra bien? Ha pasado tanto tiempo desde que la perdimos.
—Confío en que sí. Algo me dice que está bien. Sheila es más fuerte de lo que ella imagina —dije. La duda parecía querer carcomer mi corazón, pero así lo esperaba.
—Tal vez piense que la hemos abandonado —dijo Acthea. Eso también era algo que yo había pensado, aunque nunca lo había expresado en voz alta.
—Nunca la hemos abandonado —protestó Aidam.
—Lo sé —asintió Acthea—. Pero tal vez ella imagine que es así.
—No lo hará. Ella sabe que trataremos de rescatarla... Debe saberlo, ¿no es así, Sargon?
—Sí —mentí—. Lo sabe.
Los tres permanecimos un momento en silencio, cada cual rumiando sus más lóbregos pensamientos.
—Parece que la guerra va a ser irremediable —dijo Aidam cambiando de tema.
—¿Qué pretende Dragnark? ¿Quiere acaso conquistar el mundo? —Preguntó Acthea—. ¿O no es más que un loco genocida?
—Dragnark desea el poder ante todo —expliqué—. Y hay algo que no encaja en todo esto.
Le había dado muchas vueltas a lo que Dragnark me dijo en un principio, cuando me reuní con él en su capital y su intento desesperado en estos momentos de derrocar al rey de Khoras y erigirse él mismo como su soberano. ¿Qué podía importarle a él llegar ser rey, cuando dijo que su anhelo era convertirse en un dios todopoderoso?
Algo no cuadraba y era eso lo que debíamos averiguar. Por el bien de todos.

La joya del dragón. (Terminada).Donde viven las historias. Descúbrelo ahora