Capítulo 19. La fiesta y la política

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Acudimos a la fiesta en grupo, sentados cómodamente en una carroza engalanada que el Condestable había enviado para nosotros y mientras atravesábamos las calles de la ciudad de Rissem, contemplé fascinado el revuelo que, al parecer, habíamos ocasi...

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Acudimos a la fiesta en grupo, sentados cómodamente en una carroza engalanada que el Condestable había enviado para nosotros y mientras atravesábamos las calles de la ciudad de Rissem, contemplé fascinado el revuelo que, al parecer, habíamos ocasionado. La gente se congregaba en las calles aledañas al palacio del Condestable tratando de poder vernos llegar, entre gritos y empujones y bajo la atenta mirada de la guardia. La carroza se detuvo en los jardines de la finca y descendimos admirando cuanto nos rodeaba. El jardín era amplio y estaba brillantemente iluminado por faroles que arrojaban una cálida luminosidad. Las fuentes gorgoteaban con rítmica cadencia y varios pavos reales, dispersos por el jardín, se acercaron curiosos hasta nosotros. Acthea y Milay estaban fascinadas. La primera llevaba un elegante vestido de seda de color verde manzana y su cabello oscuro, recogido en una sofisticada trenza, estaba parcialmente oculto bajo una amplia pamela de paja adornada con flores. Milay estaba sencillamente arrebatadora. La jovencita había dudado mucho en decidirse a acudir a la fiesta, pero ahora parecía estar encantada, aunque eso sí, también muy asustada. El vaporoso vestido azul de muselina que Sheila le ayudó a vestir era tan extraordinario que realmente parecía la princesa de algún cuento de hadas. Sus rasgos, tan parecidos a los de un felino, añadían un exótico y misterioso matiz a su arrebatadora personalidad. En cuanto bajó de la carreta, Milay se colgó de mí brazo y pude apreciar su nerviosismo.
—No tienes de qué preocuparte —le dije—. Estás tan preciosa que serás el centro de atención de la fiesta.
—Yo querer... —se detuvo—. Me gustaría, ser invisible —dijo después, tratando de pronunciar bien.
—Al contrario. Brillas como una estrella, perfecta e inalcanzable y estoy orgulloso de estar a tu lado.
—Zapatos hacerme daño —otra vez hizo una pausa—. Me molestan un... poco.
—Es natural, nunca antes has llevado calzado, pero no diré que te acostumbrarás a ellos, porque no va a ser así, lo bueno es que la recepción durará poco y después podrás quitártelos.
—Me sentiré aliviada cuando lo haga —dijo.
La observé con asombro y sonreí. Esta última frase la había pronunciado con una soltura extraordinaria. Dentro de muy poco podría hablar con total corrección.
—¿Qué ocurrir? ¿Decir algo mal?
—No. Al contrario... Milay, eres realmente una chiquilla extraordinaria.
Ella se sonrojó, si es que los de su raza podían hacerlo. Luego bajó ligeramente la cabeza.
—Eres bueno conmigo, Sargon... Estar... E-Estoy muy agra... agradecida.
—Te lo mereces. Ahora entremos. El mundo aguarda conocerte.
Aidam llegó hasta nosotros y se detuvo un instante. Nuestro compañero estaba irreconocible con su casaca oscura de terciopelo, su elegante pañuelo de seda al cuello y sus botas lustrosas. Tomaba del brazo a Acthea, que parecía soñar despierta.
Un criado llegó junto a nosotros y nos hizo una reverencia, invitándonos a entrar a continuación. El pequeño salón estaba abarrotado de gente. Había nobles ataviados con sus mejores galas, burgueses que trataban de no pasar desapercibidos y miembros de las más selectas familias de la ciudad, muchos de ellos acaudalados comerciantes que se codeaban con la aristocracia. El criado anunció nuestra llegada y todas las miradas se volvieron hacia nosotros. El Condestable llegó brincando hasta nosotros a paso ligero y nos saludó.
—Es un placer conoceros, Lord Aidem —dijo, estrechando la mano de nuestro amigo—. He oído hablar mucho de vos. Las noticias, como podéis imaginaros, llegan raudas incluso a un lugar apartado como este.
—El placer es mío, Condestable —contestó Aidam—. Tenéis una ciudad maravillosa, debéis estar muy orgulloso de ella.
—Podéis llamarme Sir Thomas. Me alegro de que os guste Rissem. Es, ciertamente, una ciudad maravillosa, como bien decís, pero temo perderla.
—He oído que han intentado invadiros, ¿no es así?
—Por ahora solo han sido burdos intentos, pero temo que esos bandidos puedan llegar a organizarse mejor. Aquí, en Rissem, no tenemos un verdadero ejército. Contamos con unos doscientos hombres de armas, algo insuficiente para defender una ciudad como esta.
—¿Habéis solicitado ayuda a su Majestad, el rey Durham?
—Lo hice, pero su contestación fue que no contaba con suficientes hombres para poder respaldar nuestra petición.
—Es cierto. Su Majestad perdió a cientos de buenos y valerosos hombres en la batalla de Khorassym. Unas pérdidas irreemplazables. ¿Qué habéis pensado hacer?
—Lo cierto es que no me quedan muchas opciones. Había pensado en reclutar un ejército de mercenarios.
—No os lo aconsejo, mi señor —dijo Aidam—. Los mercenarios rara vez son la solución. En la mayoría de los casos, suponen un peligro más y sé de lo que hablo. Yo  mismo fui mercenario tiempo atrás y aunque reconozco que hay gente honorable entre ellos, también hallaréis a asesinos, ladrones y fugitivos de la ley entre sus filas. Yo en vuestro lugar pediría ayuda a las ciudades cercanas a esta. El problema es tanto de ellos como vuestro, Sir Thomas. Uniéndonos lograréis derrotar a esos bandidos.
—Es una excelente idea, Lord Aidem. Mañana mismo enviaré correos a nuestras ciudades vecinas... Ahora dejemos de hablar de política y disfrutemos de la fiesta. Veo que llegáis muy bien acompañado —nuestro anfitrión hizo una reverencia ante Acthea—. Es un placer conoceros, señorita. Mi nombre es Sir Thomas y estoy encantado de teneros aquí.
Ella se inclinó en señal de respeto.
—El placer es mío, Sir Thomas. Mi nombre es Acthea Ribbons y veo que tenéis un palacio magnífico.
—Mi hogar es vuestro, señorita Ribbons.
—Gracias —contestó Acthea. Yo esperaba que no se lo tomase al pie de la letra, sobre todo conociendo sus antecedentes.
El Condestable también nos saludó a nosotros.
—Maestro Sargon, espero que mi humilde morada sea de vuestro agrado —dijo.
Yo asentí con respeto.
—Así es. Os presento a Milay —no sabía su apellido, así que improvisé—. Grandchanna del pueblo sígilo.
—Es un enorme placer —dijo Sir Thomas, cuyos ojos parecían salirse de sus órbitas—. Nunca antes había conocido a un miembro de vuestra raza y he de confesaros que es un auténtico honor para mí.
—El honor es mío, Sir Thomas —contestó Milay y he de reconocer que estuve a punto de aplaudirla.
—Espero que la fiesta sea de vuestro agrado. La cena estará lista enseguida. Después habrá un pequeño baile y me sentiría enormemente dichoso de que pudierais concederme el favor de bailar con vos.
Milay parpadeó sorprendida y me miró dudosa. Yo asentí con la cabeza.
—Ser... Será un placer, caballero.
—Me hacéis el hombre más feliz del mundo —contestó nuestro anfitrión, luego se volvió hacia nosotros—. En unos momentos daré orden de que abran el salón, mientras tanto pueden tomar un refrigerio. Los canapés de aceituna y uvas son deliciosos, se los recomiendo.
Sir Thomas nos dejó solos y decidí probar esos canapés de los que nos había hablado, pero Aidam me tomó un momento del brazo y me llevó aparte. Nuestras bellas acompañantes se dirigieron hasta el salón donde se repartían los refrigerios.
—No tienen nada que hacer —dijo Aidam—. Dragnark tomará esta ciudad sin apenas esfuerzo.
—Tal vez —respondí—. Aunque he visto corderos que derrotaban lobos.
—Su ejército es de doscientos hombres y diría que la mitad de ellos son campesinos y comerciantes. Lo he visto otras veces, Sargon, no tienen salvación posible.
—¿Qué es lo que estás pensando?
—Pienso que tal vez podríamos ayudarles —expuso Aidam.
—¿Y qué diferencia habrá? No somos un ejército —expliqué.
—Con tu poder y el de Sheila nos bastará para derrotar a las tropas de Dragnark. Sabes que es cierto.
Lo sabía, pero por mi parte aún no conocía de qué era capaz y me daba miedo averiguarlo.
—Está bien —acepté—. Hablaremos con Sir Thomas después de la cena.
Varios criados se congregaron junto a las puertas del salón y las abrieron de par en par, luego se encargaron de acompañarnos a nuestros respectivos asientos. Milay y Acthea regresaron junto a nosotros. Ambas traían uno de aquellos canapés en sendos platitos de porcelana.
—Debéis probarlos —dijo Acthea, entregándole un canapé a Aidam—. Están riquísimos.
Milay me entregó el que había tomado para mí, mientras me sonreía.
—Tú probar...
Lo engullí de un bocado y alcé las cejas sorprendido. Nunca antes había probado algo tan delicioso.
—Gracias, Milay. Está muy bueno.
El sirviente nos acompañó hasta el interior del salón y nos indicó nuestros asientos. Al parecer tendríamos puestos privilegiados junto al Condestable y sus bellas hijas. Creí haber entendido que el buen hombre era viudo. Después nos sentamos y aguardamos a que sirviesen la cena.
El salón estaba brillantemente iluminado por una docena de lámparas que pendían del techo y que a su vez hacían brillar el oro de las molduras de innumerables cuadros, el mármol de los suelos y paredes y el lapislázuli de los jarrones que había repartidos armoniosamente por toda la sala.
En el centro del salón se encontraba la gigantesca mesa de madera de roble a la cual podían asistir unos cincuenta comensales, rodeada a su vez por otras tantas sillas.
Los camareros se dispersaron por la sala sirviendo platos de humeante asado de venado, pescados recién traídos del mar y bañados en variopintas salsas, panes horneados minutos antes y frutas de todo tipo. Todo ello regado con el mejor vino de la provincia. Oscuro y con matices afrutados.
Sir Thomas sonrió ante nuestro asombro.
—Imagino por su expresión que no están muy habituados a este tipo de celebraciones, ¿verdad?
—Más bien no —contestó Aidam—. En realidad nunca estamos mucho tiempo en ningún sitio y hemos de pernoctar en cualquier parte. Forma parte de la vida de un militar.
—Dijisteis haber sido mercenario —se interesó Sir Thomas—. ¿Eso fue antes de convertiros en un Lord?
—Cómo ya sabréis, pues las noticias vuelan como bien decís, mi padre me desheredó. Después serví en el ejército durante muchos años y más tarde me convertí en mercenario. Empeñaba mi espada a quién mejor pagase, mi señor.
—Se rumorea que pertenecéis a la cofradía de ladrones, ¿qué hay de cierto en ello?
—No voy a mentiros, Sir Thomas. La vida ahí afuera es dura y peligrosa y uno debe elegir a sus amistades. La cofradía de ladrones me ofrecía protección y sustento, aunque nunca estuve contento de pertenecer a ella. La dejé hace mucho tiempo.
No tanto, me dije, cuando seguía siendo tan conocido e importante para el gremio.
—Me alegra vuestra sinceridad, joven. Me doy cuenta de que sois una persona honorable y todo un valeroso guerrero.
—Y yo me alegro de que así lo apreciéis.
—¿Y vos, maestro Sargon, en que cofradía estudiasteis? Perdonad mi curiosidad, pero en este rincón apartado de todo apenas tengo la suerte de poder conversar con personas tan distinguidas como lo son vuestras mercedes.
—Estudié en la Cofradía de Heyudes, un lugar apartado de cualquier sitio. Allí aprendí mi oficio —Agridulces recuerdos desfilaron por mi mente. Un joven novicio corriendo en pos de su mentor, mientras trataba de no pisar los bajos de su túnica y recitando en voz alta hechizos que aún no había aprendido del todo—. Después me consagré como mago y prácticamente recorrí todo Kharos.
—Creo haber oído decir que poseéis una de las Lágrimas de Albareth, ¿es cierto?
—Estáis bien informado —concedí.
—Y tengo entendido que esas joyas dan a quiénes las poseen unos poderes incalculables, ¿Me equivoco?
—No os equivocáis —contesté, barruntando la dirección que tomaba nuestra conversación—. Por desgracia mi hermano, el nigromante que dice llamarse a sí mismo Dragnark, me la robó tiempo atrás.
—Una pérdida muy lamentable.
—Efectivamente.
—Pero creo que encontrasteis otras de esas joyas no hace mucho, ¿no es así?
—Sí —no se le escapaba nada.
—Y esas gemas son aún más poderosas... Unas gemas que podrían destruir a todo un ejército sin apenas esfuerzo, ¿no?
Aidam empezaba a impacientarse de tantos rodeos.
—El maestro Sargon y yo hemos decidido ayudaros a combatir a esos bandidos, mi señor —dijo sin poder contenerse.
—Esa es, bajo mi punto de vista, una sabía elección —concluyó Sir Thomas sonriendo.

La joya del dragón. (Terminada).Donde viven las historias. Descúbrelo ahora