Me quedé solo ante aquel ciclópeo altar que se recortaba contra el cielo oscuro y tomé en mis manos la joya que había pertenecido a la diosa Sherina y que le fue otorgada a Acthea. Después comencé mi hechizo de invocación y durante una hora no cesé de salmodiar esas palabras que conocía de memoria. El amanecer se perfilaba ya por el horizonte, cuando una luz comenzó a brillar sobre el sombrío altar. Una voz cavernosa se dejó oír, llegando hasta mí desde todas partes a la vez:
—¿Quién eres? —Preguntó la voz.
—Un mortal —dije con un susurro.
—¿Y qué quieres, mortal?
—Conocimiento —contesté.
—¿Qué puedes ofrecer a cambio?
—¿Qué sacrificio pides? —Pregunté a mi vez, tragando saliva.
—El sacrificio del fuego —contestó aquella voz atronadora—. ¿Estás preparado?
—Sí —afirmé, aunque no las tenía todas conmigo.
—Entonces posa tu mano derecha sobre el altar —ordenó la voz.
Me arremangué la túnica dejando mi brazo al descubierto y posé mi mano sobre la fría piedra del altar.
El calor, un calor abrasador e incontenible llegó de súbito y yo cerré los ojos para mitigar el dolor que sentía. El calor siguió aumentando poco a poco hasta hacerse inaguantable. Comencé a sudar, mientras apretaba con fuerza mis dientes y rogaba a todos los dioses que aquello acabase cuanto antes. Las llamas se alzaron del altar y prendieron fuego en mi brazo. La piel se arrugó y ennegreció y el dolor era espantoso, pero no retiré la mano. Justo cuando no creía poder soportarlo más, el calor desapareció de golpe. Al mirar mi brazo vi estaba intacto y el dolor había desaparecido.
—Has superado la prueba, mortal —dijo la voz—. Haz tu petición.
—Necesito conocer la magia de las Gemas del Despertar. Necesito entender su poder y aprenderlo.
—Las Gemas del Despertar pertenecen a Sherina. Ningún mortal podría poseerlas —la voz sonó algo desconcertada.
—Sherina me las entregó —dije en voz alta—. Ahora me pertenecen.
—¡Muéstramelas!
Saqué un pequeño saquito de uno de los bolsillos de mi túnica y lo abrí, luego dejé caer las gemas en mi mano.
—Es un poderoso presente —dijo la voz con asombro—. Debiste hacer algo muy valeroso para que La Oscura te otorgase ese regalo.
—Así es —dije.
—Entonces te mostraré el conocimiento, pero a cambio deberás hacer un trueque. ¿Qué puedes ofrecerme, mortal?
Tomé la joya con forma de enredadera y la deposité sobre el altar.
—Este es mi presente —dije.
Escuché un gemido y la voz volvió a hablar, pero esta vez no era arrogante, sino humilde.
—Este objeto es sagrado —dijo la voz del altar—. Su valor es incalculable. El sacrificio que tuvo lugar fue puro y verdadero. Jamás había contemplado algo tan noble. Quiero conocer a quién perteneció.
—Fue de una joven llamada Acthea —dije con la voz temblorosa por la emoción—. Dio su vida por la de un amigo. Entregó aquello que más valor tiene por aquel a quien amaba.
Una figura pareció materializarse sobre el altar, era tan inmensa que tuve que alzar la cabeza para poder contemplarla. Al principio dudé de quién se trataba, luego adiviné que era el mismísimo dios Phestius. Su túnica oscura parecía la de un gigante.
—Yo fui mortal —dijo el dios—, y nunca antes vi un sacrificio como este.
—Y nunca habrá otro —dije—. Esa joven era de una nobleza sin igual.
—Lo sé —dijo el dios—. Puedo advertirlo... Acepto el trueque mortal.
—Gracias, mi señor —contesté con humildad.
—Mi conocimiento es tuyo ahora —dijo el dios Phestius—. Pero creo que es algo insuficiente.
No le entendí.
—Un presente así es de un valor incalculable, por lo tanto te entregaré algo más. Sería injusto por mi parte si no lo hiciese así. ¿Verdad, mago?
No dije nada. Tampoco sabía qué decir.
La figura se esfumó de improviso y la voz se extinguió, pero en su lugar quedó un bulto cubierto por una tela oscura sobre la fría piedra del altar. Me aproximé muy despacio hasta ese objeto, preguntándome qué sería aquello y rocé la suave tela, descubriendo lo que se ocultaba debajo de ella. De repente el corazón me dio un vuelco y me quedé sin aliento. Grité con todas mis fuerzas, pero no por miedo o por temor, si no por la intensa alegría que parecía desbordarme.
Aidam y el resto del grupo aparecieron corriendo tras oírme gritar. Yo les veía mirarme absortos pero era incapaz de pronunciar palabra. Luego vi como Aidam se acercaba hasta el altar y vi su rostro demudarse.
—¡No es cierto! —Exclamó.
—Sí que lo es —balbucí.
Aidam tomó el bulto en sus brazos y cayó de rodillas al sentir que sus piernas no lograban sujetarle.
—¡Acthea! —Gritó con todas sus fuerzas—. ¡Está viva!Acthea aún dormía y Aidam no se había apartado de su lado ni un solo momento durante la noche y el resto del día. El tiempo y la muerte no parecían haber hecho mella en ella, pues se encontraba tal y como la recordábamos. Su rostro reflejaba una gran serenidad y aún dormida, parecía sonreír.
—Aún no puedo creérmelo, Sargon —dijo el guerrero con lágrimas en los ojos—. ¿Cómo puede ser posible?
—Sé lo debemos a la piedad de un dios —dije—. Phestius se apiadó de su sacrificio. No puedo explicarlo mejor.
—Tampoco importa. Lo único importante es que vuelve a estar con nosotros.
—Sí, Aidam —asentí—. Eso es lo único que importa.
La joven se agitó en sueños un rato después y abrió los ojos. Su mirada se iluminó al reconocernos.
—Aidam, Sargon —dijo—. ¿Qué ha sucedido?
—Estuviste lejos —contesté—. Pero has regresado.
—Estaba muerta, ¿verdad? —Preguntó.
Yo asentí.
Acthea volvió su mirada hacia Aidam.
—Estás muy callado. ¿Qué te sucede? —Le preguntó.
—Estoy bien —contestó el guerrero tragando saliva—. Tú me salvaste, ¿recuerdas?
Acthea hizo memoria y asintió.
—Y lo volvería a hacer.
Aidam se inclinó y besó sus labios. Ella sonrió dichosa.
—Me creí perdido sin ti, Acthea —confesó Aidam—. Nunca imaginé perderte y...
Ella alzó su mano y la sostuvo sobre sus labios.
—No tienes que explicarme nada, Aidam. Ahora estoy aquí y no pienso dejarte de nuevo.Sheila despertó cerca del nuevo anochecer. Cuando nos miró supe que no recordaba nada de lo sucedido.
—¿Dónde estamos? ¿Qué ha sucedido?
Se lo expliqué y ella rompió a llorar de impotencia.
—Lo siento —dijo—. ¿Cómo está Aidam?
—Él está bien, Sheila —dije—. ¿Te encuentras con fuerzas para levantarte? Tengo una sorpresa que mostrarte.
Sheila dijo encontrarse bien y se levantó. Yo la guíe hasta una de las improvisadas tiendas que habíamos montado y avisé a Aidam.
La que salió de la tienda fue Acthea, en vez de Aidam, al verse ambas corrieron a abrazarse.
—¡Acthea! ¿Cómo es posible? —Exclamó Sheila muy emocionada, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
—Todavía no lo sé, Sheila —contestó la muchacha.
—¡Cuánto me alegro! ¡No sabes lo feliz que soy!
Aidam también sonreía feliz al ver a las dos juntas. En su corazón había un hueco para ambas, pero por encima de todo se alegraba de que estuvieran bien.
Sheila me interrogó con la mirada.
—Fue el dios Phestius —expliqué—. Dijo no haber visto antes un acto de amor como el de Acthea y nos la ha devuelto.
—Y yo estoy feliz de recuperar a mi hermana —dijo mi hija, luego miró a Aidam avergonzada—. Lo siento, Aidam... Mi padre me ha contado todo... Traté de matarte y no puedo perdonármelo...
—No debes sentirlo —contestó el guerrero—. No eras tú, Sheila. Fue Dragnark, pero hemos encontrado la forma de curarte.
—¿Cuál? —Preguntó mi hija.
—Sargon te lo explicará, Sheila. Te pondrás bien y acabaremos con Dragnark de una vez por todas.
—¿Cuál es esa cura, padre?
—Dragnark te tiene sometida bajo un poderoso hechizo, Sheila —expliqué—. Es necesario contrarrestar ese hechizo con otro. Pero será peligroso.
—¿Y quién lo hará?
—Lo haré yo —dije—. Phestius me entregó el conocimiento de las Gemas del Despertar. Ya sé controlar su poder.
—Entonces cuánto antes lo hagas mejor. No quiero servir a Dragnark aunque sea de forma inconsciente.
—Lo tendré todo preparado para el alba —dije.
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La joya del dragón. (Terminada).
FantasiSheila, una joven cazadora, encuentra accidentalmente una extraña joya. Una joya mágica que traerá una terrible maldición a su pueblo y al mundo, despertando la ira de un fantástico ser. Junto con un valeroso guerrero, un viejo mago, una hábil ladro...