Sheila, una joven cazadora, encuentra accidentalmente una extraña joya. Una joya mágica que traerá una terrible maldición a su pueblo y al mundo, despertando la ira de un fantástico ser.
Junto con un valeroso guerrero, un viejo mago, una hábil ladro...
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Sheila
El eco de unos pasos en el suelo de piedra hace que se me acelere el corazón. Sé que él se acerca y no puedo esconderme. Tampoco puedo huir. Ya lo intenté nada más llegar aquí y eso le hizo enfadarse y ciertamente temo verlo enfadado. Cuando la ira le domina, los que estamos cerca de él corremos un grave peligro. Por lo demás se muestra caballeroso y servicial conmigo, haciendo que incluso a veces olvide dónde me encuentro. Llegué a este castillo hace tres meses. Vine prisionera de un dragón, pero luego ese dragón se volatilizó y en su lugar apareció mi tío: Dragnak, el nigromante. Los primeros días no llegué a verle, un regimiento de sirvientes atendía todas y cada una de mis necesidades. Por fin una tarde apareció en mis aposentos y con voz dura y autoritaria, me ordenó que lo siguiera. Yo lo hice. En esos momentos estaba aterrada y solo pensaba en lo que mi tío podía hacerme. Sabía de su rencor hacia mí. La hija que no lo era, el resultado de una relación prohibida entre su esposa y su propio hermano. Una hija odiada y ahora en su poder. Me sorprendí al comprobar que mi tío no me guardaba ningún rencor. —La culpa nunca ha sido tuya —dijo y llevaba razón. —¿Qué pensáis hacer conmigo, tío? —Le pregunté, viendo que se encontraba de buen humor. —¿Hacer contigo? —Preguntó también—. No tengo pensado hacer nada que tú no desees, Sheila.
Creedme si os digo que lancé un sonoro suspiro. —¿Qué pensabas? ¿Creías acaso que iba a devorar tu cuerpo? ¿O torturarte hasta la muerte? ¿O tal vez entregarte a mis súbditos para que ellos se divirtieran contigo? Tragué saliva asustada, porque ninguna de esas posibilidades se me habían pasado por la cabeza. Dragnark lanzó una sonora carcajada. —No, sobrina. Puedes serme mucho más útil con todos tus miembros y tu honra intactas. Recordaba que lo primero que había hecho fue apoderarse de la gema que engarzaba mi espada. La gema roja que había encontrado un año atrás, por lo que me atreví a preguntarle. —¿Deseas mi magia? —Me aventuré a insinuar. —Ya poseo tu magia, y no es gran cosa, Sheila. Mi hermano debió enseñarte mucho mejor. —Sargon hizo lo que pudo —protesté. —¿Sargon? ¿No le llamas padre? No contesté. Aquel era terreno peligroso y prefería evitarlo. —¿Entonces para qué me queréis si ya tenéis todo lo que deseáis? —Todo no, sobrina. Aún no tengo tu respeto, ni tampoco tu comprensión. Me gustaría demostrarte que no soy el monstruo que tu padre te ha descrito, sino una persona a quien las circunstancias han herido hasta límites insospechados. Supe que debía seguirle la corriente si quería salir viva de esa situación. —Explicádmelo entonces —dije. —Lo haré, lo haré. Todo a su debido tiempo. Ahora deseo que disfrutes de mi hospitalidad. Verás que aún en un lugar tan apartado como este, puede disponerse de infinitas comodidades. Vendré a verte todos los días, Sheila y al final acabarás convencida de la injusticia de la que he sido objeto. Aquella conversación había tenido lugar un mes atrás y mi tío fue fiel a su palabra. Todos los días, antes del atardecer, se personaba en mis aposentos para dialogar conmigo. Nuestras conversaciones versaban sobre todo tipo de cuestiones, desde las más triviales hasta las más eruditas. También se interesó por hacer que tuviera una cierta cultura. Él era una persona muy culta y la primera impresión que tuvo de mí fue que había debido de pasar mi infancia cuidando cerdos. No iba muy desacertado, la verdad. Con el tiempo llegué a desear nuestras tertulias. Suponían un aliciente a mi rutina, pues desde que había llegado allí no había puesto un pie fuera de esos muros. También echaba de menos a mi padre y al resto de mis amigos, pero no me atrevía a preguntar por ellos a mi tío. Esperaba que no me hubiesen olvidado y que viniesen a rescatarme, pero con el paso de las semanas, aquella esperanza se desvaneció. Fue entonces cuando tomé conciencia de que nadie vendría a ayudarme, que la única forma de salir de allí era por mi propia cuenta y a eso me dispuse. Desde ese día estudié los movimientos de mi tío y de todo el personal a su servicio, incluido el personal de guardia que era muy escaso. Memoricé la disposición de todas las habitaciones, pasillos y salas de aquel castillo, creando un mapa mental de ellas. Busqué la forma de evadirme y llegué a la conclusión de que era factible. Podía hacerlo. Mientras tanto seguía conversando todos los días con mi tío, tratando de que no imaginase cuáles eran mis pensamientos. Una mañana mi tío me sorprendió con su visita. Venía acompañado por una joven a quien no había visto hasta ahora. —Sheila, te presento a Sybill. Ella se encargará a partir de este momento de acompañarte e instruirte en determinados asuntos. —¿Instruirme, tío? —Pregunté. —Sybill es la hija mayor de uno de mis amigos más queridos. Ha vivido toda su vida en la corte, junto a nuestro rey y quiero que tomes ejemplo de ella en su forma de actuar y desenvolverse. —Lo haré, tío —dije. —Sí, sé que lo harás. Además, mañana mismo comenzará tu entrenamiento. No sabía a qué se refería. —Tu instrucción en la magia —dijo mi tío—. Yo seré tu maestro, si me lo permites. Me sorprendió y también me alegró. Mucho más de lo que mi tío hubiera llegado a imaginarse. Aquello me vendría muy bien para mí plan de fuga. Si conseguía hacerme más poderosa, podría incluso desafiarlo. Mi padre, Sargon, siempre decía que mi poder era muy superior al del nigromante e incluso al suyo, claro que por ahora era un poder que no sabía utilizar. Con aquel aprendizaje solucionaría ese problema. Sybill resultó ser una joven encantadora. Debía tener un par de años más que yo, que acababa de cumplir los dieciséis. No era especialmente atractiva, aunque su cabello rubio, casi blanco, me pareció muy bonito. Vestía con elegancia y sabía comportarse con una gracilidad que fue objeto de mi envidia. A su lado era lo más parecida a una pueblerina sin instrucción. Alguien que hubiera estado cuidando cerdos toda su vida, tal y como mi tío dijo en una ocasión. Al día siguiente comenzó mi entrenamiento en la magia. El estilo y la forma de enseñanza de mi tío eran completamente diferentes a la forma de instruirme de mi padre. Dragnark buscaba más la utilización práctica de mis poderes, mientras que mi padre era mucho más purista. Sargon había centrado sus enseñanzas en la protección, mientras que Dragnark hacía más hincapié en la ofensiva. Ambas disciplinas me interesaban. Estaba bien saber protegerse, pero de vez en cuando era necesario pasar al ataque. Cuando Dragnark vio que lo entendía, sonrió satisfecho. —Protegerse es de débiles —me dijo—. Si atacas primero tendrás más oportunidades de ganar la batalla. —Comprendo —dije. —Otra cosa muy importante, es no sentir ningún tipo de remordimiento a la hora de atacar. Golpea primero y con contundencia y tu rival se desestabilizará y estará a un paso de perder la batalla. —Pero eso no es muy honorable —dudé. —El honor no es más que una palabra rimbombante, Sheila. Cuando tú vida está en juego, el honor debe quedar a un lado. Siempre debes pelear por ti, no por una causa o por los demás. Tú eres lo único que importa, los demás son prescindibles. Tomé buena nota de ello y así se lo hice ver a mi tío. —Ahora, sobrina, quiero que me hagas una demostración.