Capítulo 37. La emboscada.

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El viento soplaba con más fuerza que durante el amanecer

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El viento soplaba con más fuerza que durante el amanecer. Los pendones se agitaban, trémulos, sobre las altas almenas, ondeando bajo un cielo limpio de nubes y un sol destellante. Su reflejo en las armaduras de los hombres que avanzaban campo a través, me cegó durante un instante. El grueso de nuestro ejército marchaba hacia la victoria sin desviarse un ápice de su objetivo. El enemigo aguardaba a lo lejos, más allá del Paso del Rey, al parecer haciendo caso omiso a la horda de destrucción que se dirigía hacia ellos.
—¿Por qué no retroceden? —Sé preguntó Aidam en voz alta—. Nuestro ejército les supera con creces y el enemigo no ha hecho un solo movimiento...
—¿Qué crees tú que significa, Aidam? —Le pregunté. También me extrañaba que aún no hubieran huido.
—Solo puede significar una cosa: es una trampa.
No tuve que esperar mucho para darme cuenta de que Aidam llevaba razón. Lo que había temido desde un principio estaba a punto de hacerse realidad.
Una sombra cruzó rauda sobre el campo de batalla, oscureciendo el sol por un momento. Una gigantesca sombra alada que presagiaba la muerte.
—¡Es Dragnark! —Grité. Un dragón descomunal, tan negro como la más abyecta oscuridad se cernía sobre nuestro ejército como un ave carroñera. Las alas del dragón batían el aire levantando nubes de polvo del camino. Su vuelo era tan afilado como una flecha y tan letal como esta, mientras sobrevolaba a nuestro ejército llenando de miedo los corazones tanto de los hombres como de las bestias. Después surgió la primera llamarada y los gritos de dolor llegaron hasta donde nos encontrábamos. Las tropas se dispersaron huyendo en desbandada, pero el dragón las persiguió hasta acabar con ellas. Al cabo de unos minutos no quedaba en el improvisado campo de batalla más que cuerpos calcinados y miles de pequeñas hogueras humeantes. Nadie había sobrevivido.

...

El rey Durham había montado en cólera. Veinte mil de sus mejores tropas habían perecido en cuestión de minutos sin que nadie hubiera hecho nada para evitarlo. El dragón aún sobrevolaba el campo de batalla provocando nuevos incendios, pero no llegó a acercarse a la ciudad, algo también incomprensible.
—¿Qué creéis que pretende? —Preguntó el rey a sus generales, pero ninguno supo darle una respuesta—. ¿Por qué no nos ataca?
—Quizá solo pretendía advertirnos... —dijo el general Bowells titubeante.
—O solo pretende darnos a entender lo que piensa hacer con nosotros —sugirió otro de los generales, el joven Lord Bitches.
—Eso son bobadas —tronó la voz del general Caelius—. Ese dragón puede destruirnos cuando le plazca. Si no lo ha hecho ya debe de ser por algún motivo. Deberíamos averiguarlo antes de que sea demasiado tarde.
—Necesito un voluntario para que traiga los cuerpos de nuestros generales muertos —Pidió el rey—. No quiero que los cuervos se den un festín con sus restos.
En realidad iban a darse un festín de todas formas, pensé, pues no solo habían muerto unos cuantos generales, sino miles de personas a las que nadie pensaba traer para que fuesen enterradas en condiciones.
—Yo me ofrezco voluntario —dijo un joven a quien no conocía.
—Gracias Lord Richmon —dijo el rey Durham—. Llevaos un pelotón de hombres y algunos carros y tened cuidado.
—Lo tendremos, Majestad.
—Lord Aidem, os debo una disculpa —dijo Su Majestad—. Sé que me advertisteis de lo que podía suceder y yo no os hice caso. En realidad no tenía alternativa. Vuestro mentor, Lord Reginus, me rogó dejarle partir a la batalla. Fue muy convincente. Siento haberme equivocado de esa forma.
—No tenéis que disculparos, Majestad —dijo Aidam—. Sé cómo era Lord Reginus. Nada de lo que hubierais dicho habría servido para hacerle cambiar de opinión.
—También sé lo que esto significa —continuó el rey—. Nuestras esperanzas de sobrevivir se han visto mermadas drásticamente. Ahora todo depende de vos la seguridad de nuestra ciudad.
—Entregaré mi vida gustoso si con ello puedo detener a Dragnark —dijo Aidam con sinceridad.
—No os pido vuestra vida, Lord Aidem, sino vuestra inteligencia. ¿Cómo podemos detener a ese dragón?
Aidam no contestó de inmediato. Después de un minuto de silencio habló:
—Tenemos que tenderle una trampa —dijo con un hilo de voz.
—¿Una trampa? ¿En qué estáis pensando?
—Ese dragón no es otro que Dragnark el nigromante bajo un poderoso hechizo. Su mente gobierna a ese ser y creo que podemos tentarlo.
Empezaba a sospechar lo que Aidam se traía entre manos y no me gustaba nada de nada.
—Sí hay algo que Dragnark odia con todas sus fuerzas es a nosotros, Majestad. Especialmente a su propio hermano aquí presente: Al maestro Sargon.
—Continuad —pidió el rey.
—Estoy seguro de que sí nos presentamos ante él, tendremos alguna posibilidad de derrotarlo. Podríamos intentar que adoptase de nuevo su forma humana y entonces sería vulnerable.
—Incluso bajo su forma humana ese nigromante es alguien muy poderoso —dijo el general Caelius.
—¿Más poderoso que un dragón?
—Es una idea arriesgada —dijo el rey Durham.
—¿Arriesgada? Es un suicidio, Majestad —dijo el general Caelius—. No podéis permitirlo. ¿Qué ocurrirá si mueren todos ellos?
—Yo estoy con Aidam —dije—. Si existe alguna forma de derrotarlo lo intentaremos.
Aidam inclinó la cabeza a modo de saludo. Yo tan solo asentí.
—Podría funcionar —declaró el rey—. Lo último que espera ese nigromante es que nos enfrentemos a él cara a cara. Tenéis mi aprobación, Lord Aidem. Solo espero que llevéis razón.
—Es lo mismo que yo espero —reconoció Aidam.

...

—Siento meterte en este lío, Sargon —dijo Aidam cuando nos encontrábamos en sus aposentos, en su villa al oeste de la ciudad.
—Los amigos están para estas ocasiones —dije—. ¿Crees que tendremos alguna oportunidad?
—No, no muchas por lo menos.
—¿Entonces por qué vas a arriesgar tu vida? —Y la mía de paso, pensé, pero no lo dije en voz alta.
—No puedo seguir aquí por más tiempo, Sargon. Esperar a que el enemigo ataque no es lo mío. Prefiero acudir yo a la batalla. Además está Sheila. ¿Qué ocurrirá si llega cuando el enemigo sitie esta ciudad? No podrán sobrevivir, ni ella, ni Haskh.
—Comprendo.
—Quizá no sea necesario que tú vengas conmigo. Creo que Dragnark se acordará de mí, quizá con eso baste.
—A mí me detesta mucho más que a ti, Aidam. Estará encantado de hacerme desaparecer.
Aidam sonrió.
—Eso es verdad. No les diré nada a los otros. No quiero que se vean obligados a acompañarnos.
—Acthea nunca te lo perdonará si no cuentas con ella.
—Lo sé. Aun así correré el riesgo.
—¿De qué no debo enterarme? —Preguntó Acthea, entrando en la habitación como una tromba. Había escuchado nuestra conversación —. Supongo que no estaréis pensando en marcharos a alguna parte sin mí.
—Va a ser muy peligroso, Acthea —dijo Aidam.
—¿Cuándo no lo es?
—Nosotros también nos apuntamos —dijeron los tres enanos al unísono.
Aidam les observó como un padre mira a sus hijos y luego tan solo asintió.
—Buscad una armadura que os valga y un arma. Vamos a enfrentarnos a un mago.

...

Nuestra atrevida y desesperada misión se puso en marcha una hora después. Pertrechados para la batalla abandonamos la relativa seguridad de los altos muros de Khorassym para internarnos en el mundo de destrucción que había surgido tras el ataque del dragón. Nos acompañaban la pequeña compañía de guardaespaldas que Aidam se había procurado entre las gentes de la ciudad: Dharik, Juroh, Rolyn y Cash. Aidam no dejó que ni Broslim, ni por supuesto Roblad vinieran con nosotros. Broslim tenía una familia que cuidar y Roblad, al faltarle una pierna, tampoco podía pelear. Anae fue más difícil de convencer. Ella dijo saber defenderse, pero Aidam se negó en rotundo a que nos acompañase. Nos siguió hasta la puerta norte para despedirse de nosotros.
—Estoy en deuda contigo, Aidem —dijo la joven—. Nadie antes se había interesado por mi bienestar. Nadie me había hecho sentirme una persona.
Me fijé que Acthea la miraba con creciente recelo.
—No hay ninguna deuda que saldar, Anae —contestó Aidam—. Esta misión es de muerte y yo quiero que vivas. Me siento bien por haberte podido ayudar.
—Debes volver. El mundo perdería a una gran persona si tú no estás.
—Parece muy simpática esa joven —dijo Acthea cuando ya dejábamos atrás las murallas de la ciudad. 

Aidam sonrió.
—Lo es. Es una joven muy simpática —dijo.
—Ya veo.
—¿Qué te ocurre, Acthea? ¿Acaso estás celosa?
—¡¿Celosa?!... ¿Yo? No te hagas ilusiones. Puede que seas todo un Lord, pero tus modales siguen siendo los de un campesino.
—Me siento más cómodo así. Los títulos no significan nada.
—Algunas personas nunca cambian.
—No, no lo hacen —Aidam sonrió con picardía—. Hasta las camareras pueden marcharse con tu bolsa de oro sin que te des cuenta.
Acthea sonrió también.
—Te recuerdo que no había una sola pieza de oro en esa bolsa.
—¿Quién necesita el oro siendo todo un Lord?

La joya del dragón. (Terminada).Donde viven las historias. Descúbrelo ahora