Capítulo 9. Una encarnizada batalla.

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Vi como Aidam le entregaba una de sus espadas a Sheila para que pudiera defenderse y entonces comprendí nuestra situación

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Vi como Aidam le entregaba una de sus espadas a Sheila para que pudiera defenderse y entonces comprendí nuestra situación. Deberíamos luchar por nuestras vidas. Nueve personas contra un centenar de salvajes hombres dragón. Los cálculos no nos favorecían. Tan solo un milagro podría salvarnos.
Aidam llegó junto a mí y mostró una agria sonrisa.
—¿Conoces algún hechizo que pueda derrotarlos? —Me preguntó y yo me encogí de hombros.
—No soy tan poderoso, Aidam. Lo siento.
Haskh que también se encontraba a mi lado dejó una de las bolsas que traía en el suelo, a mis pies.
—Cogí esto de ese almacén —dijo a modo de escusa—. No pude evitarlo, aunque creo que ahora podría sernos de utilidad.
Aidam abrió la bolsa, fabricada en un tejido áspero y poco natural y observamos perplejos lo que se almacenaba en su interior. Al parecer Haskh había guardado una ingente cantidad de aquellas armas que los antiguos usaban para matarse entre ellos. No conocía el nombre de todas ellas, ni siquiera la manera de usarlas, aunque su aspecto era feroz.
—Esto son armas arrojadizas —dijo Haskh mostrándonos una especie de esferas en cuya parte superior había una anilla—. El maestro Igneus las llamó granadas y me explicó su funcionamiento. Tan solo hay que tirar de estas anillas y arrojarlas contra el enemigo. Lo que pueda suceder después no lo entendí muy bien.
—¿Y esto otro que es? —Preguntó Aidam, señalando unos objetos cilíndricos, con uno de sus extremos abiertos y que podían sostenerse con ambas manos.
—Ametralladoras —contestó Haskh—. Apretando ese gatillo escupen un montón de pequeños aguijones. Según me explicó el maestro Igneus, son letales.
—Haremos uso de ellas —ordenó Aidam.
Haskh las repartió entre todos. A mí me tocó uno de esos lanzadores de aguijones. Su aspecto oscuro y su peculiar olor se me antojaron bastante siniestros.
El enemigo había terminado por cercarnos. No teníamos escapatoria posible. Tras nosotros se alzaba la ciclópea muralla de piedra y por delante aguardaba el enemigo. Los Dracos esperaban la orden para lanzarse contra nosotros. Sus ojos inyectados en sangre nos observaban con frialdad, al tiempo que se relamían de antemano pensando en el sabor de nuestra carne.
—¿Estáis todos preparados? —Preguntó Aidam.
Sheila asintió, ella también sujetaba uno de aquellos lanzadores. Haskh sonrió con una mueca feroz. Tenía una de esas granadas en cada mano, dispuesto para lanzarlas contra el enemigo. Milay, aunque reticente a utilizar aquellas armas, también sujetaba varias granadas, al igual que los tres enanos. Dharik y yo también asentimos, cada uno con una de esas ametralladoras. Todos al fin y al cabo estábamos preparados. Lo que sucediera después no éramos capaces de saberlo ninguno.
El cuerno volvió a sonar otra vez estrepitosamente y el enemigo se precipitó a la batalla.
Aidam apretó el gatillo de su arma, tal y como Haskh le había indicado y la ametralladora vomitó una lluvia de pequeños aguijones que alcanzaron al enemigo, despedazándolo. Los Dracos que eran alcanzados por aquella munición caían al suelo ensangrentados y ninguno de ellos volvía a levantarse.
Haskh arrojó sus granadas y aguardó expectante su resultado. Las granadas impactaron contra el suelo y explotaron, reventando cuerpos y creando una espesa humareda.
—¡Me gustan estas armas! —Exclamó el semiorco, tomando un par más de la bolsa.
Todos usamos nuestras armas a continuación, sorprendidos por el increíble poder que almacenaban en ellas y viendo como nuestro enemigo era destruido mucho antes de que llegasen a acercarse a nosotros.
Aidam gritaba de júbilo, barriendo con su arma el campo de batalla, que cada vez se parecía más a una sangrienta carnicería.
Los Dracos, sorprendidos y asustados a un tiempo comenzaron a retroceder, pero no les dimos ninguna oportunidad. Las explosiones se sucedieron sin tregua, mientras que el aire comenzó a oler a sangre y a azufre.
Cuando la última granada fue lanzada y las ametralladoras se quedaron sin munición, apenas si quedaba un reducido grupo de Dracos frente a nosotros. Fue entonces cuando Aidam desenvainó su espada y lanzó un grito de guerra lanzándose contra nuestro enemigo. Todos le seguimos gritando a todo pulmón y luchamos cuerpo a cuerpo contra los Dracos.
Aidam embistió la columna de hombres dragón que había logrado sobrevivir y blandió su espada contra ellos, golpeando sus escudos de cuero. Sheila que seguía a Aidam, esquivó la lanza de uno de ellos y lanzó un sesgo con su espada atravesando a su enemigo. Haskh cayó sobre los Dracos, sujetando en sus manos dos mortíferos cuchillos, con su impulso logró abrir una brecha en las filas del enemigo y de pronto se vio rodeado de ellos. Los cuchillos cortaron el aire con un sonido atemorizador y varios Dracos cayeron muertos a sus pies.
Yo llegué a la refriega junto con Milay y los enanos. Conseguimos colarnos por el hueco que Haskh había conseguido abrir y nos enfrentamos al enemigo con toda la fuerza de nuestra desesperación.
Uno de los Dracos trató de herirme con su lanza, pero la desvié con un golpe certero de mi bastón, este pareció activarse por si solo y sentí una extraña corriente de energía atravesando las palmas de mis manos. La descarga partió desde el bastón golpeando a los Dracos que me rodeaban con una fuerza inesperada. Les vi retorcerse electrocutados mientras caían al suelo y morían entre convulsiones. No presté atención a lo sucedido y me giré buscando mi siguiente víctima.
Dharik, desde una posición elevada, disparaba su ballesta con matemática precisión y varios enemigos cayeron muertos, atravesados por sus flechas.
Milay, rápida como un relámpago y tan letal como la misma muerte, iba sembrando de cadáveres su camino. En su ímpetu chocó contra mí, haciéndome perder el equilibrio. Desde el suelo donde había caído vi como uno de los Dracos se abalanzaba sobre mí blandiendo su espada curva. Su estampa era la de la muerte, mientras se relamía de placer por anticipado. Traté de incorporarme, pero no pude. El Draco levantó la espada sobre su cabeza dispuesto a partirme en dos con ella, cuando Milay se cruzó en su trayectoria. La espada se hundió en el hombro de la joven sígilo y un grito de dolor surgió de sus labios. A pesar de su herida, Milay logró asestar una estocada a la bestia, hundiendo su cuchillo de obsidiana en su cuello. El Draco se desplomó sin vida mientras yo acudía a socorrer a mi joven compañera.
—Yo sentir —se disculpó Milay—. Poner en peligro a ti por mi culpa.
—Me has salvado la vida —balbucí, mientras comprobaba su herida. La espada había penetrado en el hombro de la joven unos veinte centímetros. La herida era de gravedad y podía resultar fatal si no actuábamos de inmediato, pues la pérdida de sangre era incesante. Rasgué mi túnica y traté de realizar un improvisado vendaje.
La refriega a nuestro alrededor había cesado y nuestros compañeros acudieron junto a nosotros. Sheila se arrodilló junto a Milay y la tomó de la mano.
—Déjame ayudarte —dijo mi hija. Milay cabeceó en señal de asentimiento.
Sheila colocó su mano sobre la herida de la joven y murmuró unas palabras en el misterioso idioma de los dragones. Sentí como de sus manos surgía un calor abrasador al tiempo que la herida comenzaba a cerrarse por si sola. Milay se agitó inquieta, pues la operación debía de ser dolorosa, pero luego su rostro se mostró en calma.
—Ya no doler —dijo.
Sheila sonrió y vi cómo las lágrimas de felicidad acudían a sus ojos.
—Es un poderoso don el tuyo, Sheila —dije.
—Así es, padre —contestó ella—. En ocasiones como esta me siento orgullosa de ser una Khalassa.

La joya del dragón. (Terminada).Donde viven las historias. Descúbrelo ahora