Capítulo 32. Hermanos de sangre

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Sargon

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Sargon

Los ejércitos de Dragnark se encontraban ya muy cerca de la capital del reino. Varios mensajeros nos habían informado de sus avances. El grueso del ejército aún distaba muchas millas de nosotros, seguramente llegarían en el plazo de una semana, pero sus avanzadillas ya se habían dejado ver por las inmediaciones de Khorassym. Lord Reginus había capturado a uno de esos espías, un ser que nadie antes había visto con anterioridad. Su apariencia reptilesca; de piel escamosa, afiladas garras y una larga cola, contrastaba con su apariencia humanoide.
—Es un Draco —le dije a Aidam cuando ambos bajamos a las celdas donde nuestro enemigo se hallaba prisionero. Recordé la visión que tuve y en la que aparecían estos seres, combatiendo contra nosotros y por supuesto contra mí hija Sheila—. Así los llaman.
—Nunca había visto nada parecido —dijo Aidam.
—Ni tú, ni nadie —expliqué—. Ha sido la magia de mi hermano quien los ha creado, igual que al ejército de muertos que comanda.
—Seres creados por la magia, eso es una aberración —dijo Lord Reginus, quien había llegado junto a nosotros. La relación entre Aidam y su antiguo protector aún seguía siendo fría y distante. Ambos se toleraban sin llegar a aceptarse—. La magia debería estar prohibida, como antaño.
Hice caso omiso a su comentario. Aidam, no.
—La magia es lo único que puede ayudarnos en estos momentos.
—Mi ejército los detendrá antes de que crucen el Paso del Rey.
El Paso del Rey era un profundo desfiladero que bordeaba la ciudad de Khorassym por su lado norte, el lugar por donde llegarían las huestes del nigromante. Se trataba de una eficaz protección natural, pues solo podía cruzarse a través de un estrecho sendero. Un lugar fácilmente defendible y que convertía a la capital del reino en un bastión inexpugnable. Las altas montañas de nevadas cumbres al este y al sur y el árido desierto al oeste protegían la ciudad mucho mejor que cualquier ejército.
—No deberíais confiaros —dijo Aidam—. Es seguro que Dragnark habrá supuesto que podemos tenderle una emboscada en ese punto.
—¿Qué sabrá un mercenario como tú de estrategia? —Bufó Lord Reginus—. Deberías dedicarte a limpiar las letrinas en vez de pavonearte ante el rey.
Iba a replicar, pero Aidam me tomó del brazo.
—No merece la pena, Sargon —dijo.
—No puedo permitir que te trate así —dije.
—Tiene sus razones para hacerlo.
—Aunque las tuviera. Nadie debe comportarse así con un semejante.
—Déjalo correr —contestó el guerrero. Abandonamos las celdas para salir al patio, bajo el sol y lejos de la húmeda penumbra del subterráneo. Aidam me condujo junto a la muralla donde el trasiego de soldados y hábiles constructores era continuo—. El rey me ha encomendado la protección de la ciudad. He de comprobar sus defensas y reparar los puntos débiles por donde el enemigo podría entrar. Me gustaría que me ayudases, Sargon.
—Lo haré con gusto —dije—. ¿Qué deseas que haga?
—Necesitaré tu don natural para convencer a la gente —sonrió, después se puso serio otra vez—. Temo que el enemigo llegue hasta aquí, Sargon. No estoy convencido de que Lord Reginus pueda detenerle, tal y como él cree. Si consiguen cruzar el Paso del Rey nada les detendrá salvo estas murallas y su estado de conservación no es el idóneo. La ciudad se ha extendido más allá de los límites de las murallas. Hoy cientos de familias viven allí y deberán ser evacuadas antes de que llegue el enemigo. Me gustaría que tú y Acthea os encargaseis de ello. No será una tarea fácil ni agradable, pero es necesario hacerlo en el menor tiempo posible.
—Puedes confiar en nosotros. Haremos lo que nos pides —dije.
—Después, en el momento de la defensa de la ciudad quiero que estés a mi lado.
—Allí estaré, Aidam.
—Ojalá Sheila llegue antes de que comience la batalla, si no se encontrará cara a cara con el enemigo.
—Haskh sabrá protegerla —dije.
—Sí, lo sé, pero tengo un mal presentimiento. Siento que nunca volveré a verla y...
—Es natural tener esos temores, Aidam. A mí me sucede lo mismo aún sabiendo que es infundado. Sheila volverá con nosotros, debes tener fe.
—Tienes razón, viejo amigo —contestó el guerrero—. Tendré fe.

...

La reunión con el rey no fue, ciertamente, sosegada. Los ánimos estaban crispados. Las últimas noticias hablaban de un formidable ejército de más de cien mil efectivos que se dirigía sin descanso hacia nosotros. Su ritmo era imparable. Allí por donde pasaban solo quedaban ruinas y desolación. El humo de los incendios y la sangre de los muertos, horriblemente mutilados, era lo único que quedaba tras su paso. Los refugiados llegaban junto a nuestras murallas en verdaderas avalanchas. Todo el mundo quería estar a salvo tras los gruesos muros de la ciudad y muchos de ellos nunca lo conseguirían.
Todos los generales se hallaban reunidos el salón del trono y todos gritaban a la vez tratando de explicar sus peores temores y sin ponerse de acuerdo en cosa alguna.
—Caballeros —tronó la voz del rey Durham por encima del griterío—. Presten atención.
Todos enmudecieron al instante.
—Nuestra situación es más desesperada de lo que suponíamos en un principio —continuó diciendo el rey—. El ejército que viene hacia aquí supera en mucho al nuestro. Ahora mismo contamos con cinco legiones, alrededor de treinta mil hombres para detenerlos, pero he mandado mensajeros a todas las ciudades del reino pidiendo su apoyo. Con su ayuda podremos derrotarles...
—Eso sí consiguen llegar a tiempo —dijo un anciano general cuyo nombre era Lord Caelius.
—Llegarán a tiempo, general —aclaró el rey Durham—. Estoy seguro de ello. ¿Qué tal van los trabajos de restauración de las murallas, Lord Aidem?
Aidam se puso en pie.
—Estarán terminados a tiempo, Majestad. Lo que me preocupa es la seguridad de todos los refugiados que llegan junto a nuestras puertas. No creo que tengamos víveres suficientes para sobrevivir a un asedio. No al ritmo que crece la población.
—Quizá deberíamos cerrar las puertas o al menos elegir a alguien que sepa hacer su trabajo como es debido—dijo Lord Reginus. Aidam le dirigió una mirada malencarada.
—Las puertas permanecerán abiertas, Lord Reginus —dijo el rey—. En cuanto a la labor de Lord Aidem, me parece encomiable. Centraros en vuestro trabajo que es mantener al enemigo lejos de esta ciudad. ¿Cuándo partiréis?
—Mañana al alba, Majestad —contestó Lord Reginus ofendido.
—Bien. Antes de partir hacia El paso del Rey, quisiera hablar con vos. Venid a verme esta tarde a mis aposentos.
—Cómo gustéis, Majestad.
—En cuanto a la falta de abastecimiento, es un grave problema, Lord Aidem. Confío en vos para que tratéis de encontrar una solución a este problema. Disponed de lo que necesitéis. Hemos de resistir el asedio como sea, es nuestra única esperanza de salvación hasta que recibamos ayuda, en el caso de que Lord Reginus no pueda detener al enemigo.
—Así lo haré, Majestad.
El rey fijó su mirada en mí.
—Maestro Sargon, tengo entendido que solicitasteis algo al maestro Igneus, ¿no es así?
—Sí, Majestad —dije.
—¿Podéis explicarme para que queréis tal cosa?
—El maestro Igneus me habló sobre una magia ya olvidada y de la que él guarda algunos valiosos pergaminos.
—¿Os referís a la magia de los dragones?
—Efectivamente, Majestad. He pensado que esa magia tal vez pueda serme de utilidad para aprender a controlar las joyas que la diosa Sherina me entregó. Tengo el convencimiento de que así será. Sería de gran ayuda para nosotros poder disponer del poder de esas joyas durante la batalla que se avecina. Mi petición es poder acceder a ese conocimiento olvidado.
—De acuerdo, os concederé lo que solicitáis. Maestro Igneus, mostrad al maestro Sargon vuestro tesoro.
—Cómo deseéis, Majestad —dijo el aludido—. Aunque no comprendo de qué puede servir en estos momentos.
Noté cierta sensación de malestar en el rostro del anciano mago, pero no le di mayor importancia.
—Caballeros —dijo de nuevo el rey—. Nos enfrentamos a una situación nunca antes vista. Está en nuestras manos lograr evitar que Dragnark destruya todo cuanto conocemos. Su ambición sobrepasa los límites de lo establecido y su traición nos hiere profundamente. Hemos de detenerle sea como sea y no lo conseguiremos si hay discrepancias entre nosotros. Hemos de colaborar todos juntos si queremos sobrevivir y eso mismo es lo que haremos. A partir de este momento nuestras rencillas quedarán olvidadas y nos comportaremos como los hermanos de sangre que somos. Si queremos sobrevivir hemos de hacerlo así. Deseo a vuestras mercedes suerte en vuestros respectivos cometidos. Yo, como el padre que soy, velaré por todos.

La joya del dragón. (Terminada).Donde viven las historias. Descúbrelo ahora