Sheila, una joven cazadora, encuentra accidentalmente una extraña joya. Una joya mágica que traerá una terrible maldición a su pueblo y al mundo, despertando la ira de un fantástico ser.
Junto con un valeroso guerrero, un viejo mago, una hábil ladro...
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Daàsh-Hulbark, también conocida como la ciudad de estaño, era la capital del reino de los elfos oscuros y a donde habíamos llegado tras una intensísima semana a marchas forzadas. Habíamos atravesado dos ciudades fronterizas, cinco ríos; uno de ellos tuvimos que vadearlo por la ausencia de un puente para cruzarlo y a riesgo de ser arrastrados por las fortísimas corrientes, dos inmensos bosques de abedules y robles milenarios y tuvimos que descender un peligroso acantilado, en cuyo fondo, en un sombrío valle, se alzaba la ciudad de las minas de estaño.
El estaño, un material bastante inútil para la fabricación de armas, era a su vez esencial para los magos. Muchísimos hechizos utilizaban el estaño como uno de sus ingredientes básicos. Por eso mismo, Daàsh-Hulbark, sumida en un profundo valle y aislada del mundo, se había convertido en la ciudad más visitada por hechiceros, magos y nigromantes. También contaba con otro lugar de especial interés para aquellos que desearan aumentar su poder aún a riesgo de sus propias vidas y eran unas oscuras y laberínticas grutas dentro de las cuales se hallaba oculto un antiquísimo templo erigido en honor a la diosa de la muerte: Sherina, La Oscura, como la conocían los elfos oscuros. La Tumba de los Olvidados era un lugar terrible, un lugar de muerte y ese era el punto final de nuestro viaje. Escogimos una maltrecha posada en la ciudad, donde alquilamos tres habitaciones, los tres enanos dormían en una de ellas, Aidam, Haskh y yo en otra y la última era solo para Acthea. Aidam no parecía muy optimista, pensaba que era una perdida de tiempo entretenernos en buscar joyas perdidas en vez de rescatar a Sheila, que corría un riesgo inminente. Le hice comprender que todo nuestro poder era insuficiente para enfrentarnos a Dragnark, pero eso a él no parecía importarle, estaba dispuesto a sacrificarse si lograba salvar a mi hija y sobre todo ardía en deseos de apretar el cuello de mi hermano hasta que dejara de respirar. -Tenemos que utilizar la cabeza, Aidam. Aquí los músculos sobran. Dragnark ya nos ha vencido una vez y tuvimos suerte de salir sanos y salvos. Podría habernos destruido a todos. -¿Y porqué no lo hizo? -Preguntó el guerrero. -¿Quién sabe? Puede que ese hechizo de convertirse en dragón le debilitará o...no lo sé, la verdad. Lo importante es que no lo hizo esa vez, pero puede que la próxima no sea tan magnánimo. -¡Ya! ¡O puede que tengas miedo de enfrentarte a él! Sabía que no era Aidam quien hablaba, sino el alcohol que corría por sus venas. Desde que perdimos a Daurthon y Sheila fue secuestrada, Aidam no hacía más que beber a todas horas. No se lo podía reprochar, cada uno lidiaba con sus demonios de forma distinta. -¡Claro que tengo miedo! Estoy muerto de miedo, Aidam, pero eso no va a impedir que vaya a rescatar a mi hija cuando tenga algo con lo que enfrentarme a él... -Lo...lo siento, amigo. Sabes que no quería decir eso... -Lo sé, Aidam. Todos estamos dolidos por la muerte de Daurthon y furiosos por la desaparición de Sheila, pero no podemos correr como ciegos hacia una muerte segura. Acthea que había estado escuchando nuestra conversación, se acercó a nosotros. -¿Qué es lo que esperas encontrar en ese lugar, Sargon? -Me preguntó. -La Tumba de los Olvidados. Según cuenta la leyenda es el lugar a donde la diosa Albareth, acudió a buscar consejo cuando su amor, Beleazar, cayo prisionero de su propio hermano, un dios al que llamaban Rhestar, señor supremo del fuego. Él fue el que creó a los dragones y les otorgó su ardiente poder. Albareth, a pesar de haber sido repudiada por Beleazar, no dudó en visitar a la mismísima diosa de la muerte para implorar su ayuda. Sherina le dijo que la ayudaría, pero le pidió a cambio lo más preciado que tenía. Sus ojos. Albareth no lo dudó ni un momento, dejó que Sherina le arrancara sus maravillosos ojos y que milagrosamente se convirtieron en dos gemas gemelas: Los ojos del despertar. Sherina acudió en ayuda de Beleazar y consiguió rescatarlo de las mazmorras donde Resthar lo tenía encerrado, pero Sherina era una diosa astuta y reclamó para ella todo el merito del rescate y consiguió embaucar a Eleazar y convertirlo en su amante. -Suele pasar -dijo Aidam-. Siempre lo he dicho, nunca hay que fiarse de la diosa de la muerte... -Albareth se quedó ciega -continué- y además, volvía a estar tan sola como antes. Traicionada, primero por aquel a quien siempre había amado y después por aquella a la que solicito su ayuda, no pudo remediarlo y su corazón se llenó de odio. Lanzó una maldición sobre Sherina, una maldición tan poderosa que nada ni nadie sería capaz de romper. Todo lo que tocase la diosa de la muerte, se marchitaría entre sus manos, todo, incluido lo que más amaba. Como comprenderéis, al primero que tocó fue a Eleazar y podéis imaginar lo que le sucedió... -¿Murió? -Quiso saber Acthea. -No, los dioses no suelen morir con demasiada facilidad. No murió, pero toda su belleza y juventud eternas se marchitaron... -¡Bonito castigo! -reconoció, Aidam. -Además -seguí diciendo-, la maldición tenía una segunda parte, cuando alguien solicitara la ayuda de la diosa de la muerte, ella no tendría mas remedio que acceder a su petición. -¿Estás pensando lo que creo que estás pensando? -Preguntó Aidam asombrado. -Si piensas en que voy a pedir ayuda a Sherina, sí, estás en lo cierto -dije, con la mayor sangre fría que disponía. -Retiro lo que dije antes, Sargon. No eres un cobarde, no, eres un demente. -Puedes estar seguro de que mi plan es un poco loco, pero también puede dar resultado. Acthea también me miraba sorprendida, pero a la vez con una ligera sonrisa en sus labios. -Solo hay una ligera pega, a cambio de los favores de la diosa, nosotros deberemos entregarle algo a cambio... -¿El qué? ¿Oro, joyas tal vez? -preguntó el guerrero. -No, nada tan banal como eso...Solo lo más preciado que tengamos.
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