Capítulo 5. Una extraña energía

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Nuestras monturas se detuvieron junto a lo que antaño debió de ser un fastuoso templo y hoy no eran más que ruinas

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Nuestras monturas se detuvieron junto a lo que antaño debió de ser un fastuoso templo y hoy no eran más que ruinas.
El maestro Igneus había decidido acompañarnos, al igual que Haskh y los enanos. Además a nuestro grupo había que añadirle un nuevo miembro más. Alguien a quien habíamos conocido unos meses atrás y que prometió reunirse con nosotros. La joven Milay.
Milay era ahora una grannchanna o líder espiritual de su pueblo y llegó acompañada por un numeroso séquito de fieros guerreros sígilos. El rey les acogió con agrado y con la sorpresa de quien ve por primera vez a unos miembros de una raza tan peculiar como esquiva.
La joven se lamentó de haber llegado demasiado tarde para la batalla, aunque se alegró al escuchar que habíamos conseguido derrotar al enemigo.
—La verdadera batalla aún no ha concluido, Milay —dije yo.
—Pues llegar en momento oportuno entonces —contestó la joven con una amplia sonrisa.
Sheila se acercó para conocerla y para darle las gracias por su ayuda en la Tumba de los Olvidados.
—Es un honor para mí conocer a una guerrera tan fiera como tú —dijo mi hija.
Milay, ante el asombro de todos, se arrodilló ante ella.
—Tú ser muy poderosa. Tú ser a quien nosotros conocemos por Vilerya. La Señora del Dragón. Ser un honor para mí conocerte también.
Sheila la ayudó a levantarse con amabilidad.
—Perteneces a una raza de guerreros invencibles —dijo Sheila—. Vosotros luchasteis de nuestro lado cuando los dragones solicitaron vuestra ayuda. El premio por vuestro coraje nunca llegó. Muchos jóvenes sígilos murieron en aquella batalla. Muchas vidas se perdieron para nada. Me gustaría ofrecerte un presente.
Sheila tomó las manos de Milay entre las suyas y murmuró unas palabras. Milay se estremeció y sentí como la magia fluía entre ambas. El rostro de Milay se iluminó con una gran sonrisa.
—Gracias —dijo.
—¿Qué ha pasado? —Preguntó Aidam, pero no supe qué contestarle.
—Tan solo le he entregado su legado —dijo Sheila—. Los recuerdos que su pueblo ha olvidado para que las generaciones venideras puedan recordar el valor de sus héroes.
—Yo servirte a ti, Vilerya. Yo dar mi vida por ti —dijo Milay besando las manos de mi hija.
—No, Milay. Yo seré quien te sirva a ti. A ti y todas las gentes de Kharos, pues esa es mi misión.
Ahora la joven Milay no se apartaba ni un solo momento de Sheila, se había convertido en su guardaespaldas, en su confidente y en su amiga. Y Sheila parecía muy contenta de tenerla a su lado.
—El templo nos espera —dijo Aidam, desmontando de su caballo y yo regresé de mis ensoñaciones, volviendo a la realidad.
El maestro Igneus nos guio hasta una amplia plaza donde se erguía una estela de piedra. Reconocí la lengua de los dragones en las intrincadas inscripciones que había escritas en la losa de piedra. A su alrededor nada quedaba. Lo que tuvo que ser un magnífico templo se hallaba ahora reducido a escombros. Sus columnas, agrietadas, se desmoronaron tiempo atrás, rotas a pedazos. Las baldosas que cubrían sus suelos habían desaparecido y el formidable techo se había derrumbado. De aquella civilización ya nada quedaba, ni tan siquiera el recuerdo perduraba, olvidado por todos.
Sheila se acercó hasta la estela de piedra y la rozó con la punta de sus dedos, murmurando para sí misma.
—Aún está intacto —dijo, volviéndose hacia nosotros.
—¿El portal? —Pregunté y ella asintió.
—¿Y dónde esta? —Quiso saber Aidam.
—Permanece oculto.
—¿Dónde?
—Aquí mismo.
Sheila se arrodilló en el suelo y tomó un puñado de arena en su mano, recitó unas palabras en la lengua de los dragones y dejó caer la arena muy despacio.
El suelo tembló ligeramente y de pronto la estela se hundió en las profundidades de la tierra, revelando un profundo foso tras ella.
—Bajemos —dijo Sheila.
Unas toscas escaleras de piedra se hundían en la oscuridad de aquel foso. Aidam se adentró el primero en la negrura, seguido por Sheila, Milay, Haskh y los tres enanos. Yo me quedé el último, mientras trataba de evitar pisar el dobladillo de mi túnica y caer rodando por aquellos empinados peldaños. Aidam encendió una tea que había encontrado olvidada en una de las paredes y una luz brilló de súbito, iluminando aquella caverna subterránea.
La retorcida escalinata giraba y giraba adentrándose en las profundidades sin que pareciese tener fin. La atmósfera se iba enturbiando a cada momento que pasaba y sentí que el aire no llegaba a mis pulmones.
—¿Te encuentras bien, Sargon? —Me preguntó Thornill al ver que me iba rezagando cada vez más.
—Apenas puedo respirar —dije con un murmullo.
—No es más que tu propio miedo debido a este espacio tan reducido —contestó el enano—. No he detectado gases en el aire, puedes estar seguro de que es limpio y respirable.
Asentí, quién mejor que un enano para saberlo. Su raza estaba muy acostumbrada a las profundidades subterráneas.
—Respira hondo, Sargon —dijo Amvrill—. Y sobre todo templa tus nervios.
Obedecí y la opresión en mi pecho pareció disminuir. Nunca me habían gustado los lugares estrechos y oscuros.
Al cabo de unos minutos dejamos atrás aquella escalera y llegamos a una galería mucho más espaciosa. Sheila se detuvo un instante a leer las inscripciones de las paredes y luego nos tradujo lo que había averiguado.
—Este pasillo nos llevará hasta el portal —dijo, luego señaló a su izquierda—. Ese otro conduce a los almacenes o eso creo haber entendido.
—¿Almacenes? —Preguntó Blumth con curiosidad.
—Quizá deberíamos ver que contienen —sugirió Thornill y tanto los restantes enanos, como el maestro Igneus estuvieron de acuerdo con la propuesta.
—Está bien —dijo Aidam—. Echaremos un vistazo. Que nadie se separe, no sería agradable perderse aquí.
No, no lo sería, reconocí. Aquel largo pasillo se perdía en la oscuridad, mientras que a ambos lados se iban abriendo nuevos pasadizos. Todo el lugar parecía un endiablado laberinto.
La zona de almacenes se encontraba relativamente cerca. Tras el recodo del pasillo encontramos una sólida puerta de algún metal desconocido que nos cortaba el paso. Aidam la empujó con todas sus fuerzas, pero no se movió ni un ápice. Probamos todos juntos a moverla y sin embargo nuestros esfuerzos fueron en vano.
—Quizá deberíamos retroceder y tomar el otro pasadizo —dije, pero Aidam se negó a marcharse sin saber qué se ocultaba tras esa puerta.
—¿Podrás abrirla, Sheila? —Le preguntó Aidam y ella negó con la cabeza.
—La magia no tiene efecto en este lugar —dijo—. Parece ser que las personas que diseñaron este sitio tomaron muchas precauciones para impedir que nadie entrase.
—Debe contener algo muy importante para blindarlo de esta forma —dijo Thornill, muerto de curiosidad por saber qué podría haber en el interior de ese almacén.
—Tampoco podemos echarla abajo —reconoció Haskh—. El grosor de esa puerta debe de ser de medio metro al menos.
—¿Entonces cómo podemos abrirla? —Quiso saber Aidam.
—Tal vez no podamos —dijo Sheila.
—Sí poder abrirse—dijo Milay y todos prestamos atención—. No ser tan difícil. Tan solo deber encontrar tirador oculto. Puerta no tener cerradura, todos ver eso.
Llevaba razón, aquel detalle se nos había escapado. La puerta no contaba con cerradura alguna, por lo tanto debía de haber otra manera de abrirla. 
—Milay tiene razón —dijo Sheila, sonriendo a la muchacha—. Busquemos ese tirador oculto.
Tardamos un rato en encontrarlo, pero al final lo hallamos, o mejor dicho, fue Milay quien lo encontró. Una de las baldosas que cubrían las paredes estaba suelta, tras quitarla encontramos en su interior un extraño artilugio. El mecanismo, un aparato muy sofisticado cubierto de botones, bujías de cristal y cuerdas de acero, funcionaba con algún tipo de energía desconocida.
—Funciona con electricidad —dijo el maestro Igneus—. He leído un poco sobre esta clase de energía que usaban los antiguos.
—¿Electricidad? —Dijo Aidam—. Nunca había oído hablar de ello.
Yo sí que conocía la electricidad. Cualquier mago que se preciase había oído hablar de esa misteriosa energía. Lo que nunca antes había escuchado es que pudiera utilizarse para activar mecanismos.
—En la época antigua su uso era muy frecuente—explicó el maestro Igneus—. Los antiguos la usaban en su vida cotidiana. Les permitía abrir puertas, activar mecanismos e incluso desplazarse en unos extraños aparatos mecánicos que usaban esa energía a modo de combustible. Los llamaban automóviles.
—Es natural que su civilización se extinguiese —dijo Thornill—. Ni tan siquiera debían de conocer la magia.
—Su civilización perduró muchos siglos —dijo de nuevo el maestro Igneus—. Fueron ellos mismos los que originaron su desaparición. Según he podido averiguar en algún momento de su historia esas gentes trajeron de vuelta a los dragones mediante el uso de la ciencia y fue eso mismo lo que provocó su exterminio. Escuché que usaron algún tipo de armas para acabar con los dragones y que estas provocaron grandes devastaciones. Las tierras baldías del oeste, tal y como hoy se encuentran, fueron destruidas debido a esas diabólicas armas. Leí en alguna parte el nombre que les daban: solían llamarlas bombas atómicas. 

—¿Y no quedó nada de esa civilización? ¿Cómo es posible? —Preguntó Haskh, bastante intrigado por esa historia.
—Quedaron sus ruinas y también algunas escasas muestras de su cultura, como estas de aquí, pero ya nadie sabe reconocerlas. Todo lo demás quedó borrado de la faz del mundo debido a los cataclismos que se originaron tras el uso de esas armas.
—Todo eso está muy bien —se impacientó Thornill—. ¿Lo que me gustaría saber es si vamos a ser capaces de abrir esa puerta?
El maestro Igneus pulsó un botón de aquel sofisticado aparato y la puerta emitió un prolongado gruñido. Un segundo después y ante el asombro de todos comenzó a elevarse hacia el techo.

La joya del dragón. (Terminada).Donde viven las historias. Descúbrelo ahora