Capítulo 30

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Efectivamente, la casa quedaba muy cerca.

Primero había que contar diecisiete árboles, pasar un arroyito y medio, dar la media vuelta, contar hasta cuatro, dar quince pasos de vals para la derecha y luego catorce de targo para la izquierda y... allí estaba la casa.

Efectivamente, era un castillo, grande como los castillos de veras, pero yo pensé: "Este enanito no me engaña más, ya sé que el castillo es grande por fuera pero chico por dentro, igual que la carroza"

Efectivamente, era muy grande por fuera, pero chiquito por dentro.

Yo me preguntaba cómo iba a caber tanta gente dentro del castillo, pero en fin, ya habíamos superado tantos problemas que no me iba a asustar por tan poca cosa.

El señor Carozo nos hizo entrar primero al Abuelo y a mí. Nos agachamos y, gateando, pudimos pasar muy cómodos por la puerta.

En cuanto traspusimos el umbral, oímos a nuestras espaldas un llanto espantoso: era Dailan Kifki, tristísimo porque, naturalmente, él si que no cabía. Y ya había percibido el exquisito olor a chocolate que venía de la cocina del palacio.

Lloró tanto y tan bien que estoy segura que se despegaron todas las estampillas del correo de Gulubú.

Decidí no hacerle caso y dejar que llorara, que es lo que se suele hacer con los chicos llorones y malcriados, y entramos todos los que pudimos en la sala del castillo del señor enanito. Es decir, entramos el Abuelo, yo y una o dos personas más.

Se me hace muy difícil contarles que preciosa era esa sala. Eso sí: no era una sala para estar ni para  ni para sentarse ni para recibir visitar. Era una sala nada más que para mirar. Estaba llena de ventanas y ventanitas con cristales de todos colores. Y lo curioso es que, al parecer, las ventanas no se quedaban quietas, sino que se movían cada vez que uno se movía. De modo que los colores cambiaban y se mudaban constantemente. Era como estar adentro de un caleidoscopio.

¿Se imaginan?

No había sillas ni muebles ni nada. Solamente las ventanitas locas y, en un rincón, dormida en una cama de cristal, una hermosa pelota de fútbol que era sin duda la que lo había hecho campeón al señor Carozo.

-Ahora duerme- Dijo el señor Carozo señalando gravemente la pelota -Pero cuando se despierta, enseguida hace gol-

-¿Y a qué hora se despierta?- Le pregunté.

-A las cansadas- Me respondió misteriosamente

Decidimos dejar dormir tranquila a la pelota, y el dueño de casa nos invitó a pasar al comedor, donde, según explicó, nos esperaba una gran mesa con un mantel finísimo y, sobre el mantel, mas de 800 tacitas de porcelana con el chocolate humeante ya servido.

Lo seguimos gateando hasta el comedor.

Nos acomodamos alrededor de la mesa, y vimos que, efectivamente, las 800 tacitas estaban dispuestas sobre el fino mantel, pero... no quedaba ni una sola gota de chocolate.

¿Que había pasado?

El sinvergüenza de Dailan Kifki, furioso porque no había podido entrar en el palacio, no encontró nada mejor que meter la trompa por la ventana y tomar el chocolate de todas las tacitas, una por una.

¿Se dan cuenta?

Lo único que debo reconocer, para ser justa, es que había chupado el chocolate con tal delicadeza que no había roto una sola taza ni volcado una sola gota sobre el finísimo y almidonado mantel.

Estábamos todos contemplando con tristeza y desesperación las tacitas vacías, cuando de pronto... ¡zápate! desde la sala llegó u ruido de vidrios rotos. Apenas alcanzamos a girar la cabeza cuando de golpe y porrazo entró la pelota, saltando y rodando como una loca.

Parece que se había despertado con el escándalo.

La pelota se puso a saltar sobre la mesa y rompió unas cuantas tacitas.

-Supisiche, se despertó- Murmuró el señor Carozo.

Luego se jugar y rebotar un buen rato, la pelota se escapó por la ventana y Dailan Kifki se puso a jugar con ella, en el jardín del palacio.

A mí me sorprendió mucho que el señor Carozo, que era tan cascarrabias, soportara una pelota tan maleducada.

En fin, el dueño de la casa se disponía ya a llamar a su misteriosa e invisible servidumbre para que repusiera las tacitas rotas y preparara más chocolate, cuando...

Casi prefiero no recordar lo que pasó.

Se me ponen los pelos de punta.

Dailan KifkiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora