diez

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  Y es que te veo, y no puedo evitar bajar la mirada. Por tan fuerte que veas mi persona, no puedo, ni te imaginas cuán débil soy ante tu presencia.

—Sácalo de aquí.

El beta asintió con la mirada baja, sabiendo de antemano lo desagradable que se volvía la situación a cada segundo.

Se sentía débil, abarrotado y asqueroso, con el peso en los huesos que consumía la poca energía acumulada que tenía. Se levantó como pudo, desnudo, ensangrentado en algunas partes del cuerpo. El aroma a hierro que emanaba sus labios era tedioso, y le angustiaba el hecho de escuchar los gemidos dolorosos de su sirviente en la cama. No se volvió a ver el estado en que lo dejó, siquiera le pidió disculpas ni un grato gracias salió de sus labios por aliviar su celo. Se encerró en el baño y esperó que el llanto cesara de su habitación.

Se miró en el gran espejo de baño que había, con aquellos ojos verdes opacos, filosos y lleno de asco por lo que veía. Elevó su mano e intentó sacar la sangre que cubría sus labios reventados, carnosos y rojos. La mancha escarlata delataba el salvajismo que escondía su naturaleza. Un Omega. Un Omega condenado a cumplir como esclavo lo que dictaba lo natural. Sumiso. Callado. Amoroso. Piadoso a lo tóxico del mundo. Y se negaba a cumplirlo. Porque su naturaleza lo dictaba él, porque quería y podía y tenía alfas a sus pies, bobos, agresivos, sin uso de razón más que su instinto animal.

Volvió a su apariencia. A su cuerpo delgado, esculpido con curvas llamativas y piernas regordetas. Su estómago plano y pálido estaba cubierto por manchas de sangre, moretones por doquier como siempre observó después de saciar esa necesidad animal de aparearse. Sinceramente era asqueroso el estado en el que terminaba. Tan ruin ante todo aquél que se encargaba de satisfacer su cuerpo, desagradable.

Bajó la mirada disgustado y se metió en la tina, vacía y fría. El agua empezó a caer y a retirar el sudor y la sangre de su cuerpo. Se bañó con cuidado y salió limpio del baño, observó su habitación ordenada, con la cama tendida y nuevas sábanas adornando el lugar. Se puso una camisa celeste sin dejar un solo botón desprendido junto con un pantalón corto con tirantes. Buscó su chaleco de gala y la cinta para el cuello de la camisa. Tapó los moretones y los rasguños y dejó que la colonia cubriera el poco aroma a celo que se impregnaba en sus poros.

Acomodó sus rizos en una coleta y salió de la habitación, se encontró con el beta que había arrastrado a Ángel para atenderlo. Este se sorprendió y bajó la mirada como siempre.

—Señor... —murmuró y notó la dificultad que tenía para hablar. Observó el temblor de sus hombros, y el sudor que bañaba su cuello, asintió y se hizo a un lado.

—Entierra el cuerpo —mencionó y se volvió, su mirada esmeralda se clavó en aquél beta y este tragó con fuerza—. Ya sabes dónde.

—S-sí Señor —escuchó la voz y fue directo a su despacho. Se sentó en el elegante sillón de cuero y tomó su libreta de notas. Repasó todos los nombres en una perfecta caligrafía en cursiva y tachó el nombre de Ángel sobre la hoja, anotó la fecha y fijó la hora.

Se recostó y se relajó un poco, frunciendo el ceño.

Era ya el décimo que parecía dar resultados y al final morir. No sabía cuál era el problema, sin embargo, ya tenía sus hipótesis y tendría que llevar a cabo una autopsia al cuerpo de Ángel. Mandó a llamar al beta y le ordenó que llevara el cadáver a la habitación blanca. Buscó entre los libros de medicina y escribió algunos puntos que no tuvo en cuenta en situaciones anteriores. Revisó su libreta nuevamente.

Los Omegas con los que experimentó y puso aprueba murieron uno tras otro. Duraban nada más que dos o tres celos. Pensó en la posibilidad de que el problema era él, y debía mejorar la dosis para aliviar su estado. Repasó la lista nueva que había hecho hacia meses y observó el nombre de Isak en él.

Tal vez, debería intentar con un alfa puro. Como dictaba su naturaleza actual. Miró el anillo en su mano y pensó en la situación del joven.

Lo mandó a llamar.

Se sentó en el sillón nuevamente, rascando la poca sangre seca que había quedado debajo de sus uñas. Sintió arcadas de sólo pensar que podría ser del cadáver moribundo de Ángel o incluso peor, de su celo. Levantó la mirada filosa, verde y despiadada hacia Isak cuando éste entró por la puerta.

—Acércate niño —demandó y apretó los dedos, el Alfa estaba serio, con una remera blanca y pantalones holgados viejos, sus pies descalzos le molestaron—. Siéntate, Isak.

El joven se apoyó en el sillón a un lado de la chimenea, los ojos del Alfa se desviaron a la llama del hogar y su respiración serena alteró el estado del Omega. Repasó su saliva y levantó una ceja.

—Eres un inútil —acotó con sinceridad, Isak se removió apenas un segundo que casi no lo notó—. No me sirves como alfa ni como sirviente. Es mejor matarte aquí nomás para que no generes más problemas de los que ya me causaste. 

Escupió las palabras con la intención de herir su orgullo, su ego de alfa. Su lengua venenosa se quedó quieta en su boca esperando alguna reacción agresiva digna de su naturaleza primitiva. Sin embargo, la paz que emanaba y la serenidad lo alteró de una forma ruin y altanera. Apretó los labios y arrugó el entrecejo cuando sintió el agudo dolor de la herida, se levantó con rapidez y caminó hasta el chico, inclinándose con lentitud. Sus ojos no emanaban nada más que intenciones de perjudicar la existencia sobrante en aquella habitación.

—Mírame cuando te hablo, Isak —el chico siguió observando las llamas, el fuego ardiente, Ezra lo tomó del rostro. Con aquellas manos pequeñas, delicadas contra ese rostro varonil, los ojos de Isak conectaron con los suyos—. Sucia escoria de Alfa. Me das asco.

Soltó su rostro como si tuviera algo infeccioso y se alejó con la intención de sentarse y repasar las páginas de sus experimentos.

—¿Y el alfa que te marcó? —escuchó la voz de Isak detrás de él y se detuvo, sus piernas se paralizaron y el vello de sus brazos cubiertos se erizaron por un segundo—. ¿Es por él? ¿La razón por la que rechazas a los alfas es por él?

Por un momento, el dolor de su labio se alivió, el de los rasguños, los cortes sobre su espalda y los moratones en su piel. Todo calmó el dolor y se concentró en su pecho, comprimiendo su estado y minimizando su poder a un granito de arena. Su entrecejo se frunció y su boca se secó al instante. Se sintió enfermo. Pútrido. Asqueroso.

La marca en su cuello ardió con fuerza, contra él, gritando y anunciando hacia el mundo su condición penosa. Y se volvió. Con el corazón y la mente hecha furia, amargado, derrotado por el recuerdo de aquella calamidad.

Ezra no pudo hablar. Los ojos de Isak lo miraban con tristeza, casi pudo notar la pena que sentía. Intentó hablar, gritarle y llenarlo del veneno que empezaba a recorrer sus venas, pero no podía, el nudo en su garganta lo detuvo ante sus instintos y sólo pudo apretar los puños cuando Isak se levantó.

—Lo supuse. —asintió y salió de la habitación.

Ezra se quedó de pie. Con el penetrante recuerdo de aquél pasado tortuoso, horrible.

Y por un segundo, el dolor que abarcaba su alma lo llevó a caer, a bajar la mirada al suelo y permitir que las lágrimas sean su apoyo. No había sentido hasta ese momento la sensibilidad de su naturaleza, y lo débil que era.
 









SIN EDITAR.

EL LLANTO DE ISAKDonde viven las historias. Descúbrelo ahora