veintitres

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Fue otra noche donde se encontró con el miedo a abrir los ojos, otra donde el dolor de su cuerpo volvía a extenderse por sus huesos, sus músculos, otra más que se sumaba al terror de encontrarse con aquél alfa, a sentir nuevamente ese aroma horrorifico a lavandina y productos de limpieza que había en la habitación. A despertarse para volver a caer otra noche bajo los efectos de decenas de drogas, de encontrar otras cicatrices, y de pensar. De carcomer su cabeza por completo por la duda, por aquella fobia que tenía respecto a su cuerpo, de encontrar otra cosa ahí que antes no había. Sin embargo, jamás podría confundir aquél aroma a libro viejo que llenó sus pulmones una vez que tomó noción del momento. Respiró profundo, abriendo los pesados párpados, esperando que sus dedos tomen el sentido del tacto, y su cuerpo entumecido volviera a retomar las fuerzas. Sus ojos esmeraldas chocaron con aquél techo oscuro, apenas iluminado por la lámpara amarillenta y vieja a su lado.

Ezra cerró los ojos cuando la angustia le llenó el alma, cuando las lágrimas amenazaron con salir y su cabeza ya no podía más con todo. Sus extremidades empezaron a temblar cuando cayó en cuenta que se encontraba en su habitación, en su casa, con su cama, con sus cosas y su ambiente. El aroma amargo que había le era tan distante y extraño que llevó una mano a su rostro, frotó sus ojos despacio y se levantó apenas para admirar su alrededor.

—Mi... Mi casa —susurró, y su entrecejo se frunció, se sentía tan atacado, tan sensible que sus manos cubrieron su rostro una vez que las lágrimas cayeron por sus mejillas. Se sentía tan desorientado, tan perdido que no llegaba a entender nada de lo que estaba pasando. El conjunto de emociones que estaba sintiendo lo dejaban abarrotado, el cansancio hizo que volviera a caer sobre las almohadas, respirando de aquella forma rápida, admirando los muebles y la absurda decoración elegante que había. El aroma dulzón en su piel contrarrestaba con aquella amargura impregnada en la ropa, en las almohadas, en todo. Ezra se sentía tan extraño y lejano a todo aquello que cuando abrieron la puerta su expresión se llenó de temor, sorpresa, mientras su cuerpo entero se ponía alerta a pesar del dolor que le recorría.

—Ezra... —la voz madura y suave que escuchó hizo que su corazón se acelerara, el Omega levantó la mirada y se levantó con rapidez cuando lo vio acercarse a él, de repente sintió como la piel de sus brazos se estiraban, pinchandose con dolor cuando una mano vieja y grande lo obligó a que se acostara. Ezra lo miró con ojos brillosos, hipando, al borde de los sollozos cuando sintió el aroma a ropa limpia que aquél viejo beta tenía—. Señor... No se mueva por favor, necesita de esto.

Ezra se encontraba anonado, el brillo en su mirada viajó a las manos de Baltazar, el beta que lo acompañó desde su adolescencia y aquél que ahora mismo se encontraba a su lado, cubriendo su presencia de aquella calidad que siempre lo caracterizó. Ezra se percató de la aguja que volvió a pinchar su piel, los ojos del omega se agrandaron y de un manotazo volvió a arrancarla, sintiendo el ardor y el rostro de Baltazar mirándolo desde arriba.

—Baltazar... ¿Qué...?

—Necesitas fuerzas Ezra —habló el beta tomando la aguja entre sus manos, el rostro del Omega se contrajo, y su mirada temerosa volvió al artefacto que el otro tenía—. No es nada malo... Señor.

—Baltazar... —sollozó bajito, Ezra se hizo más chiquitito en su lugar, sus mejillas tiñendose de un suave carmín y las lágrimas amenazando con salir de forma desesperada. El beta lo miró desde arriba, y rápidamente se asomó al pequeño cuerpo escuálido, delgadito, Baltazar rodeó a Ezra con facilidad, abrazando con fuerza y respirando el aroma extraño con el que había llegado hacia un mes.

El beta acarició el cabello rizado del Omega, tan suave, limpio... Desde hacia más de cuatro semanas lo habían encontrado nuevamente en la casona de Italia, Baltazar se había sentido extraño, lo había visto de diferente manera cuando sintió aquél extraño aroma sobre su cuerpo, realmente esperó encontrarlo lastimado, sucio y en malas condiciones. Y sin embargo... Parecía como si otra persona hubiera cambiado la forma física de Ezra. Había notado al instante el aumento de peso, aquél que fue perdiendo a medida que pasaban los días y no despertaba.

EL LLANTO DE ISAKDonde viven las historias. Descúbrelo ahora