dieciséis

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Fue un sábado por la mañana cuando logró levantarse.

Jamás se había sentido tan cansado y abatido, casi como si la juventud física le pesara en sus años, aquella artificial que se encargaba de desafiar a la naturaleza misma del mundo. Pero lo sintió, lo sintió en su piel como un virus que navegaba en sus venas, cruzando por su cuerpo, cambiando, sufriendo tal metamorfosis que evitó verse al espejo, el dolor de sus pisadas le ordenaban con fuerza que se quedara en cama, se sentía débil, pequeño, indefenso frente a cualquiera.

—Ayúdame... —susurró en voz baja, Baltazar, a su lado, rodeó sus hombros con un brazo y sostuvo su cuerpo con fuerza, Ezra suspiró, más pálido que de costumbre. Dió un paso lento y sus piernas temblaron como si se tratase de un niño pequeño en sus primeros intentos, sintió retorcijones dentro de su cuerpo, y evitó encogerse por el dolor, apretó los puños cuando otra ola de sufrimiento cruzó por su cuerpo y dejó que las gasas de su ropa interior se humedezcan en sangre. El beta a su lado lo recostó nuevamente en la cama, negando—. Por favor, no, no, no quiero estar aquí.

Ezra negó y tomó con la poca fuerza que tenía los brazos que se separaban de él, el beta lo arropó con suavidad y deslizó su mano por su frente, dejando de lado el flequillo rizado de Ezra. El sudor en su piel le cubrió la palma y la mirada del Omega seguía cristalina y cansada.

—Sabes que no puedes —habló—. Se encuentra débil, Ezra, pierde mucha sangre.

—Baltazar... —jadeó, cerró los ojos y las lágrimas cayeron por sus ojos, gimió bajito y ocultó su mirada bajo sus heladas manos—. ¿Qué me está pasando? ¿Qué me ocurre?

—Oh, niño —el beta se acercó, las manos de Ezra se colgaron de él y lo abrazó con fuerza. Lloró sobre su hombro como tantas veces hizo en su juventud. Como aquellas noches cuando despertaba asustado. Y esas, cuando se escapaba de la habitación de su alfa por miedo a que pudiera hacerle algo. Y su delgadez seguía siendo la misma, la temperatura de sus manos seguían frías. Su llanto era igual. Su miedo.

Y sabía que la única razón siempre era la misma. A pesar de los años, del tiempo, de las personas que cruzaron por su vida, todo seguía igual. Él seguía igual.

—Cambiaré las gasas por otras ¿Sí? —le habló suavemente, Ezra asintió y apartó la mirada cuando el beta limpió la sangre en su cuerpo. Las mejillas del Omega apenas adquirieron color, y antes de caer en la completa vergüenza Baltazar ya había terminado—. Por favor, niño, yo le cambiaba los pañales.

—Es... Distinto ahora —el Omega cubrió su cuerpo con las sábanas, sus ojos esmeralda se clavaron en Baltazar. Este último le sonrió y observó cómo Ezra relamió sus labios resecos y pálidos, su rostro se veía demacrado, y débil, tanto que apartó la mirada pensando que eso le molestaría—. Baltazar... ¿Recuerdas... Al Señor Orsini? El ex ayudante de... De...

—No hace falta que diga su nombre, Ezra...—habló y lo tomó de la mano fría, la acarició con suavidad, tratando de traspasar su calor corporal al otro—. Lo recuerdo bien, él fue quien ayudó para que cambiara de un Alfa a un Omega.

Ezra hizo una mueca apenas notoria, y apartó la mirada, su mano se alejó del beta y se acomodó en la cama con pereza.

—Necesito que me revise.

—No creo que sea una buena idea... —Baltazar frunció el ceño negando, el hombre era ambicioso, tenía una mente brillante pero no tenía honor. Su curiosidad hacia el mundo iba de la mano con el dinero y la inmoralidad. En otras palabras, no era más que un traidor peligroso, incluso para el señor Drozhin—. Sabes cómo es... Podría decirle dónde está, y en su condición Ezra...

EL LLANTO DE ISAKDonde viven las historias. Descúbrelo ahora