veintiséis

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Tres meses después.

—Vamos, Ezra...—susurró con tranquilidad el alfa, acarició con lentitud la espalda pequeña del Omega. Este último se retorcía, de rodillas y con el llanto palpitando en su alma cuando otra ola de vómito terminó por desgarrar su garganta. El menor frunció el ceño y alejó los rizos sudorosos de Ezra para que no se mancharan—. Ya... No tienes nada más en el estómago, para.

—N-no pue...do —sollozó respirando con dificultad, las lágrimas sobre sus ojos parecían pegajosas, sentía su garganta picante, destruída. El Omega tomó el pedazo de papel descartable que Isak le pasó y se limpió la bilis que le caía de la barbilla. Cuando el menor le ofreció el vaso con agua casi negó con la cabeza, pero tenía que enjuagarse la boca. Verdaderamente le apenaba que el alfa lo viera en esa condición, muy en el fondo desearía pasar sus penas solo. Pero cada vez se sentía más dependiente de los demás, cada vez su fuerza iba perdiendo más intensidad y se sentía como una ramita.

Diariamente tenía que tomar tres pastillas al día. No eran tantas, puesto que se trataban de los primeros meses y el único problema que tenía eran las náuseas, el dolor de cabeza y la pérdida de fuerza. A decir verdad, Ezra se sentía más inútil cada día.

—Vamos, eso es...—murmuró Isak cuando Ezra se dejó limpiar el rostro, lo acompañó al lavabo para que se cepillara los dientes. El Omega levantó la vista, pensando en el antiguo espejo que había tenido hacia algunos meses. Cuando Isak salió de la habitación se quedó unos segundos mirando la pared, ahí, donde la marca de su espejo quedó tan permanente como su decisión de quitarla.

Ezra se había negado a mirar el cambio en su cuerpo. Porque no quería, no deseaba verse cada vez más gordo, con una gran pansa de un cachorro que no quería, y que sólo le traía problema tras problema. El Omega se miró las manos, los dedos delgados, con pequeñas marquitas debido a las muestras de sangre que le hacían. Durante esos tres meses había caído en la idea de rendirse frente a todo. De sus planes, de todo lo que pensaba hacer para ayudar a los omegas del mundo. Todo y cada uno de los proyectos fueron destruidos frente a la idea de la maternidad. Y se sentía fatal, el malestar de su cuerpo le afectaba como nunca, ya casi se había resignado de llorar y llorar tanto. Las lágrimas no iban a hacer que ese cachorro desapareciera, ni que Drozhin se pegará un tiro en medio de la cabeza. Tan sólo se había convertido en un peso para los demás.

Él, y el cachorro indeseado que crecía en su interior.

Frunció el ceño molesto, su mirada descendió a su vientre y levantó ligeramente el camisón que traía. Ya no estaba tan plano como antes, apenas se notaba la pequeña pancita y parecía que sus piernas se volvían más regordetas de lo que recordaba.

—Ezra, ¿Vienes a acostarte? —preguntó Isak asomando la cabeza, Ezra lo miró, el menor parecía haber crecido bastante,  desde la altura hasta la masa muscular de su cuerpo. El Omega asintió con suavidad, secando su rostro después de haberselo lavado. Caminó con cuidado e Isak se asomó para ayudarlo. Ezra lo tomó de la mano y sintió el brazo que rodeó su cintura con firmeza y seguridad. Cuando llegaron a la cama Ezra se sentó y el alfa frente suyo dejó sobre la mesita de luz la pastilla que debía tomar a la media noche.

El Omega restregó sus ojos con cansancio y observó la pastilla blanca que yacía en la mesa. Miró a Isak nuevamente y preguntó.

—¿Ya es tan tarde?

—Pasas mucho tiempo en el baño, Omega —susurró el alfa sentándose a su lado, apartó el rizo sobre la frente de Ezra y sonrió—. ¿Tu garganta está bien?

El más grande llevó una mano a su cuello, acarició con lentitud la piel y tragó saliva, se sentía horrible, sin embargo, era su culpa por vomitar casi todo lo que comía.

EL LLANTO DE ISAKDonde viven las historias. Descúbrelo ahora