once

3.7K 463 75
                                    


Un mes después.

Entrecerró los ojos cuando apoyó la cabeza contra el vidrio, frío, húmedo. Lo dejó en el silencio absoluto, neutro en pensamientos, mientras su mirada se perdía en las gotas que caían lentamente, perdiéndose en el marco mientras otras venían para cumplir el mismo destino. Era la mañana de un sábado lluvioso, helado y cubierto de soledad. La casona estaba silenciosa, limpia y como siempre ya no había señales del dueño en los pasillos. Hacia semanas Ezra evitaba su paradero, su presencia y ya no se oía movimiento debajo de la casa. Porque tras el transcurso de los días supo dónde se encontraba situada la habitación que habitó alguna vez, con el escalofrío a flor de piel y el dolor de cabeza presente en él.

Al día después de ver por última vez a Ezra se enteró de la muerte de Ángel. Literalmente la noticia no le sorprendió tanto como esperaba, sin embargo no pudo evitar pensar y pensar sobre el tema con obsesión. Las hipótesis lo molestaron por días enteros y dejó el tema a más tardar. Dejó de recibir la dosis de droga que por las noches le entregaban debido a los cambios que empezaba a sufrir. La pérdida de apetito y la falta de sueño no eran un problema, ya no dormía por las noches, ni por el día, las necesidades básicas se esfumaron de él con un tintineo. Sin embargo, la lucha contra el aburrimiento era algo constante y abrumador.

Se volvió unos centímetros cuando escuchó la puerta abrirse. Sus sentidos estaban sensibles y los pasos de cada Omega y beta de la casa lo mantenían alerta. Su cuerpo se levantó y observó al pequeño Omega que se asomaba temeroso.

—Isak... —susurró bajando la mirada, el aroma a jazmines acarició su nariz y frunció el ceño—. ¿M-me ayudarías a bajar algunas cajas del ático, por favor?

—Está bien...—afirmó caminando hasta el chico, este se hizo a un lado y subieron las escaleras hasta dar con una puerta de madera un poco maltratada y vieja. El Omega a su lado tomó el manojo de llaves y buscó la indicada, hacia unas semanas lo habían traído envuelto en una manta gris, desmayado y ensangrentado por todas partes. Su alfa lo había abandonado en la calle cuando se enteró que era estéril debido a una situación delicada del pasado. Cuando lo vio supo que tenían la misma edad, la juventud lo abrazaba a pesar de las cicatrices que tenía y la belleza de un Omega se apagaba a él con fuerza. No era nada más que una persona dulce y llena de bondad. 

—Isak... —lo llamó cuando ya estaban subiendo las escaleras hacia el ático, el lugar estaba oscuro y el olor a humedad era fuerte y espeso. El alfa se volvió hacia Finn y el pelirrojo chico se encogió en su lugar—. Me han dicho que conoces a nuestro Señor...

Asintió tomando tres cajas que el Omega había señalado, las cargó y Finn tomó una con cuidado de no caerse.

—¿Es verdad que... Él puede convertir omegas en betas? —Isak se volvió y bajó la mirada para ver los ojos celestes del chico, éste se sonrojó con fuerza y apretó más la caja contra sí.

—No lo sé —aclaró finalmente mirándolo con sinceridad—. Hace mucho no hay movimientos por aquí, llevas semanas en esta casa y aún no te tomó como sujeto de prueba, dudo que lo haga.

Finn asintió, perdido en sus pensamientos.

—¿Ya no quieres ser un Omega?

—N-no es eso... —bajó la mirada frunciendo el ceño—. Me gustaría saber si puede... S-si puede hacer que sea capaz de concebir cachorros. Como sabes, m-mi alfa...

—Encontrarás a tu verdadero alfa con el tiempo, Omega. No te preocupes por él. Estoy seguro que tu Señor se encargará de darle una lección —se volvió—. Él odia a los alfas con tanta fuerza que les repugna la idea de relacionarse con alguno. Él te dejó sin la capacidad de concebir, pero el precio que pagará es su vida misma.

EL LLANTO DE ISAKDonde viven las historias. Descúbrelo ahora