Stuart Becerra

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Después de tres noches en vela, salió del hospital sintiéndose más perdido que nunca. El dolor era acuciante, asfixiante, agobiante... ni hablar de las heridas físicas.

Afuera nadie lo esperaba y lo poco que llevaba consigo solo le alcanzaba para llegar a la casa.

Casa... una palabra que ahora se le antojaba depresiva e inexistente.

Lo había perdido todo, cada objeto comprado con esfuerzo, cada recuerdo de sus esquinas guardaban, no quedaba nada de las risas ni de las alegrías.

Había salido a comprar helado para el postre, mientras su esposa colocaba el asado en el horno. La pequeña dormía y era la oportunidad que tenían para una velada romántica después de tanto tiempo. Una niña de seis meses dificultaba todo.

Se tardó escogiendo el helado y buscando un pequeño juguete para su niña, sus dientes estaban saliendo y solía desesperarse con la picazón. Cuando por fin se decidió por una vaquita, fue a la caja a pagar.

Caminó como siempre a la casa, la noche ya había caído pero era fresca. Le encantaba ese pequeño pueblo, era tranquilo y alejado de todo. Todos eran conocidos, todos eran amables.

Lo primero que vio fueron las luces, porque iluminaban toda la calle. Lo segundo fue a las personas correr en la misma dirección, algunos iban angustiados, otros curiosos. Los siguió.

Lo tercero que vio fue las llamaradas rompiendo la oscuridad de la noche, el crepitar del fuego nunca lo olvidaría, lo aterrorizarían hasta el final de sus días.

Corrió todo lo rápido que pudo, esquivó a todas las personas y logró burlar a la policía local. De algo debía servirle sus años en el equipo de futbol. La puerta había desaparecido, destruida en miles de astillas. Una columna de humo negro salía por ella, así como también de las ventanas, cuyos vidrios habían estallado.

Dos policías lo sujetaron y lo hicieron retroceder con gran esfuerzo.

―!¿Dónde están?! ―gritó tantas veces que las palabras se deformaron. Ninguna persona le respondió porque no sabían cómo afrontar lo ocurrido.




El incendio arrasó con todo.

Con toda la casa.

Con su esposa.

Con su hija.

Pero no con él.

Tuvo que ser testigo cuando sacaron el cuerpo de su esposa e intentaron reanimarla sin éxito, pero su corazón se rompió en miles de pedazo cuando uno de los bomberos salió con un pequeño cuerpo envuelto en una manta gris, no sabía si por el hollín del incendio. Se atrevió a volver a cargarla, a acunarla en sus brazos una vez más.

No había sufrido, estaba dormida y las llamas no llegaron a su habitación, aunque si el humo. Fue lo que dijeron para reconfortarlo pero no funcionó. Subió en la ambulancia al lado del cuerpo de su esposa y con su pequeña en brazos. El mismo fue quien la depositó en la mesa fría de la morgue, con la misma delicadeza con la que la acostaba en su cuna.

No pudo despedirse, no lo podía asimilar aun; tampoco lo hizo con su esposa, aunque a ella no le permitieron verla. "Sufrió serias quemaduras" le dijeron y no insistió. Quería quedarse con el recuerdo de su belleza y no mancillarlo con una fea quemada en su rostro tan perfecto. La besó por encima de la sábana blanca que la cubría y salió de la morgue.

Afuera se permitió ser atendido. En su afán de llegar hasta la puerta no se dio cuenta que sufrió quemaduras en sus manos cuando se apoyó del marco de la puerta e intentó entrar, no le dolían, porque después con esas mismas manos tuvo que cargar a su pequeña y abrazar a su esposa.

Le dieron un fuerte sedante que lo hizo dormir por más de un día y para cuando despertó tuvo que enfrentarse otra vez a la realidad morbosa que ahora era su vida.

Era viudo y ya no era padre.

Fue una fuga de gas lo que ocasionó la explosión que acabó con la vida de su esposa y que asfixió a su pequeña. Una mala pasada del destino y la vida lo sacaron de la casa, cuando debió estar allí, quizás su esposa hubiese podido ir a buscar a la niña y salir de la casa a tiempo. Quizás lo hubiese podido hacer él.




Un año de terapias que no servían para nada, pero que después del intento de suicidio se hicieron obligatorias. Se mudó del pueblo y solo llevó consigo las dos urnas con las cenizas de su familia. Se quedó en casa de un primo por un tiempo, pero ver a Dominic tan asquerosamente enamorado, lo enfermaba.

Se mudó solo y había permanecido así hasta entonces.

Se sentó en la misma plaza donde solía sentarse cuando terminaba la terapia. Tenía una relación de amor/odio con la plaza, porque veía a los niños jugar solo para terminar sufriendo por cada segundo que su pequeña no estaba allí entre ellos.

―¿Está ocupado? ―preguntó una mujer, venía empujando un pequeño cochecito. Él negó y la mujer sonrió y se sentó.

Pocos minutos después el llanto anunció que la siesta se había acabado. La mujer soltó la revista que estuvo leyendo y sacó del cochecito a la pequeña niña. Iba vestida de rosado desde el enorme lazo que llevaba en la cabeza, hasta las diminutas medias.

Su corazón se contrajo con el recuerdo de su hija, tanto que tuvo que esquivar la mirada de la escena.

Pero los gorgoteos de la bebé lo hicieron volver a mirar.

―Vamos, por favor, come―insistía su mamá con el biberón en la mano. Ella comenzaba a frustrarse.

―A veces hay que distraerlos. Cuéntale algo o cántale una canción, eso ayuda.

Ella comenzó a cantar la canción del elefante en la cuerda de la araña y solo asi logró que la niña comenzara a comer.

Él contempló la escena con su corazón martillando con fuerza. Se derretía con los gestos de la niña, se moría por tomarla en brazo y mecerla, sobre todo cuando vio a su mamá tan inexperta sin poder sacarle bien los gases. Intentó darle un consejo, pero ella, asustada cuando la niña comenzó a llorar terminó entregándosela,

Con la niña en su regazo, mientras golpeaba su espalda para sacar los gases, no entendía como esa mujer le daba a su hija. El era un perfecto desconocido.

―Lo lamento. Yo...―comenzó apenada a disculparse, como si le hubiese leído el pensamiento―. Solo somos ella y yo y,... no ha sido fácil.

Asintió sin tener nada más que decir, dejándose disfrutar del momento de tener a una bebe en sus brazos otra vez.

―Me llamo Rosalía y ella es Amelia.

―Mucho gusto, mi nombre es Stuart. 

JUEVES CURIOSOS de No Juzgues La Portada.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora