La habitación se había quedado en silencio. Aunque pusieses la oreja en la puerta y escuchases con atención, te sería imposible saber si había alguien dentro. Era un silencio pesado, incómodo, tenso como pocos silencios. Pese a que en la habitación había cuatro personas, ninguna hacía ningún ruido. Había cuatro camas, pero solo dos de ellas estaban ocupadas: En una de ellas duermen abrazados Arnold y Layla, arropados hasta la cintura, dejando al aire sus torsos desnudos. Él le pasa el brazo con cuidado por encima de los hombros, rodeándola, protegiéndola aún con los ojos cerrados. Ella tiene las piernas encogidas, echa un ovillo, pequeña e indefensa duerme formando una "C" con el cuerpo. Ambos respiran con lentitud, con la tranquilidad de alguien que duerme profundamente. A ellos les pertenece el silencio más cálido y placentero. En la otra cama hay un niño. Pese a que tiene los ojos abiertos no podría estar más ausente. Está tumbado boca arriba con el cuerpo estirado, tenso como un nudo. Agarra las sábanas con fuerza, apretándolas, retorciéndolas con las manos, pero no dice nada. Está sudando, cualquiera diría que tiene retortijones... Pero el pequeño tiene males mucho mayores que unos simples retortijones. Dentro de su cabeza se libra una batalla sin descanso entre nuevos y viejos recuerdos. A él le pertenece el silencio más incómodo y tenso. Hay una cuarta persona, un hombre de cabeza rapada, sentado al borde de la cama donde sufre el niño. Lo mira con preocupación sin decir nada, pero sus ojos hablan más que sus palabras. Su cara es un espejo, deja ver sus emociones a cualquiera que mire a pesar de que no hay nadie despierto. A él le pertenece el silencio más doloroso.
Al amanecer el olor a pan recién hecho flota en la habitación de la posada. Alguien llama a la puerta con dos golpes de nudillo, resquebrajando el silencio que hasta ahora se respiraba. Arnold se revuelve en la cama, aún abrazado a Layla, pero no se mueve. Es Auro quien se levanta, con gesto sombrío y sin haber dormido apenas nada. Al abrir la puerta una mujer pálida de piel, de estatura baja, pelo largo y blanco como la nieve, joven y vestida de sirvienta, sujeta una bandeja llena de pan humeante y una jarra de leche:
-¡Buenos días, señor! Espero que hayan descansado esta noche. Les traigo algo de pan caliente y leche fresca.
Auro, con la cara llena de ojeras y estrés, se frota los ojos para despejarse:
-¿Sabe? Llevo varios días sin destrozar nada, estoy al borde de la locura y necesito romper algo bonito... -Dijo señalando a la mujer con una mano temblorosa-... Y tú me pareces hermosa. Desaparece o te romperé el cuello antes de que puedas gritar.
La mujer no torció su gesto. Se limitó a sonreír y decir:
-Está bien, si necesitan algo solo agiten la campana que tienen encima de una de las mesas con la puerta abierta y volveré.
La mujer ya empezaba a irse cuando Auro la detuvo:
-Espera. Deja aquí esa comida.
La mujer sonrió, le entregó la bandeja a Auro, y se marchó sin decir nada. Auro cerró la puerta con el pie, sujetando la bandeja de plata con las manos y entró en la habitación con la cara contraída por el estrés. Dejó la bandeja sobre una de las camas y cogió sus espadas cortas, apoyadas sobre la pared:
-Jefe, necesito salir.
Arnold respondió aún con los ojos cerrados metido en la cama:
-Has aguantado mucho, estoy orgulloso. No mates a nadie que nos haga tener problemas aquí.
Auto cogió una hogaza de pan caliente y dio dos abundantes mordiscos, que hicieron crujir la recién horneada superficie. El interior, blanco y esponjoso, soltaba un humo pálido que desprendía un olor delicioso. Devoró el resto de la hogaza a toda prisa y la acompañó con un trago de leche fresca para bajarlo:
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El Bosque Eterno
FantasíaSaben que nada bueno pasa cerca de este bosque, y que su llegada es solo un augurio de las peores catástrofes. Saben que dentro de este bosque habitan criaturas de cuentos, de libros antiguos. Saben que una magia extraña lo rodea, y lo hace crecer e...