XLI

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CAPÍTULO 41

"Bed Stuy, 03:44 p.m."

Centro.




El Diablo.


Mi arma apunta al pecho de Jacko y su arma apunta a mi pecho también.

Puedo sentir el miedo de Monserrat atravesándole los poros mientras endurezco mi mirada al miserable frente a mí, a quien el sudor comienza a notársele en el rostro gracias al calor que emanan las llamas que envuelven las cajas y las toneladas de cocaína oculta dentro de ellas.

―Dispara, desgraciado. Yo sé que lo deseas ―insiste el mexicano, limpiándose las gotas de sudor con el dorso de su mano libre.

―Sería muy fácil, hijo de puta ―resisto yo, no le daré la muerte así de fácil, así de sencillo, no sin sentirlo suplicante.

―Eh... ―escucho a la morena, lo que me obliga a mirar a los costados, encontrándome con dos de los hombres de Jacko.

―Cristofer me falló, Monserrat. Pero ellos no.

―¿Quién mierda es Cristofer? ―cuestiono.

―Cómo entenderás, Diablo. Sería un desperdicio dejarte a Monserrat, es una mercancía demasiado valiosa cómo para desperdiciarla contigo ―el malnacido se atreve a amenazarme con ella y yo no sólo me niego a aceptarlo, quiero negarlo, necesito rehusarme.

―Ella ya está vendida ―contraataco ―. Ya no es mi jodida propiedad.

De la nada, un gran pedazo de los ductos quemados, pierde resistencia y cae convertido en una bola de fuego sobre uno de los hombres. Aprovecho ésta distracción para tomar a Monserrat del brazo y sacarla de aquí.

―Corre ―emprendemos camino apresuradamente, pero no hay salida. Corremos por detrás de las llamas, sin sentido alguno.

―¡¿Y ahora qué?! ―aprieta mi mano fuerte.

La puerta de salida está atascada con las cajas incandescentes y no me queda más que meter mi mano entre las llamas hasta llegar a la puerta.

―¡Diablo! ―los gritos de Jacko nos ensordecen, sin embargo, mi prioridad de ojos azules, se ve tan preocupada, que no tengo tiempo ni siquiera para sentir el ardor de las quemaduras en mi piel.

―¡Te estás lastimando, para! ―Monserrat trata de detener mis brazos, pero la hago a un lado.

―Ya... casi ―empujo las cajas para luego ejercer fuerza en la puerta y abrir la madera humeante de un golpe.

Es cuando el frío incontrolable en mi pecho toma lugar.

―Ah... ―susurro débil, al sentir el helado metal que cruza por mi tórax. Y bajo la vista topándome con una gruesa pieza de acero atravesándome la piel mientras mi muerta sangre se riega en gotas de todos los tamaños.

Mi corazón, el cual ya no ha latido desde hace tanto, ahora se seca.

―¡NOO! ―el grito de Monserrat parece un eco, ya que toda mi concentración está en tocar mi herida y la herramienta que fue usada para ello.

Caigo de rodillas mientras ella toma la pequeña arma que guardaba entre sus pechos y se retira la peluca.

―Yo no le pertenezco a nadie ―su cabellera negra cae a sus espaldas y la bala sale desde el calibre hacia quien me supongo, se encuentra a mis espaldas.

EL DIABLO IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora