XLV

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CAPÍTULO 45:

"Bed Stuy, 02:10 p.m."




Kalipso

Me remuevo sobre una superficie suave, tallando mis ojos para poder recuperar la coordinación de mi cuerpo. Como por instinto, poso mi mano sobre mi vientre y al fin puedo abrir los ojos, al parecer, estoy en una habitación de cristales opacos, dónde la luz del sol atraviesa débilmente por la mayoría de ventanales excepto uno, en éste la intensidad del día es tan real que casi puedo sentir el calor en las yemas de mis dedos.

Gruño hasta poder levantarme completamente para asomarme por una de las paredes de cristal, a través de ella puedo ver una gran y hermosa piscina rodeada de pequeñas piletas de agua en las cuales se refleja la luz del sol de sobremanera. Al parecer, mi pequeña habitación se encuentra sobre un árbol, ya que las gruesas ramas rodean las paredes.

Y él está ahí.

Debajo de mi prisión de cristal, el césped es verde, los arbustos se ondean con brisa fresca que no puedo sentir y todo eso es opacado con sus pasos pesados, iguales a su presencia. Camina fumando un porro hasta encontrar un punto debajo del árbol donde pueda verme completamente. Tensa sus hombros cada vez que cala, y esa tensión se nota a través de su camisa blanca perfectamente planchada. Afloja su corbata dejando el cigarro entre sus labios, mientras hace esto, no deja de taladrar mi alma con su ardiente mirada. Finalmente, volteo, dejando a mi espalda resbalar el vidrio.

Mil preguntas acarician mi mente ahora.

―Te traje algo de comer, niña ―una mujer anciana abre la puerta transparente y se encarga de asegurarla luego de entrar. Frunzo mi ceño al verla colocar una bandeja con jugo y panquecillos en una pequeña mesa a mi costado.

―No... no tengo hambre, gracias ―niego poniéndome de pies.

―Pues tu rostro desnutrido dice otra cosa, ahora come o te haré comer, mujercita malcriada ―me señala desde su posición y sonrío inconscientemente al notar su delantal de patitos.

―Bien ―levanto las manos y tomo asiento enfrente de los panquecitos humeantes. Pero no siento más que nauseas.

―No ―insiste la mujer de cabellos blancos ―. No te atrevas a vomitar.

No sé si mi enfermedad es la que me provoca estas nauseas terribles o es el bebé.

―No puedo comer... ―hago a un lado la bandeja.

―Sí, si puedes ―levanto mi vista hasta los ojos azules de la mujer.

―¿Por qué me hace esto? ―recojo mis piernas hasta que llegan a mi pecho.

―Él es un hombre...

―No, él no es un hombre ―interrumpo con la voz a punto de quiebre.

―No, no lo es.

El silencio reina unos cuantos segundos entre nosotras. En este tiempo, trato de asimilar el olor de la comida metiéndose por mis fosas nasales pero simplemente no puedo.

―Yo... la comida se ve muy rica. Pero no podré, lo lamento ―entristezco mi mirada hacia la anciana quien se arrodilla hasta posar su mano en mi hombro.

―Solo eres un pobre angelito encerrado en la caja de cristal de un demonio. Pero todo pasará pronto. Pronto ―asiente sonriéndome, y retirando la charola con comida.

EL DIABLO IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora