Bob

3.2K 334 11
                                    

Todo mi vida tuve un solo gran y único amor: Bob, mi perro. Bob era un hermoso Boyero de Berna que me regalaron para mi cumpleaños de cinco, cuando era solo un cachorro de poco meses. Le puse Bob porque, en ese entonces, yo era fanática de Bob Esponja, así que me la pasaba levantándolo por las patas delanteras y haciendo que bailara al ritmo de:

Vive en una piña debajo del mar,
Bob Esponja.


Desde el momento en que mi papá lo puso en mis brazos, se convirtió en mi mejor amigo. Hacíamos todo juntos: jugábamos, comíamos, dormiamos y hasta lo metía en la ducha, si mi madre no miraba. Era el único que nunca me había dejado sola. Se acostaba a mi lado si estaba triste y saltaba a mi alrededor cuando me veía feliz. Me acompañaba en las noches interminables de estudio e iba conmigo a la cama cuando ya estaba demasiado cansada. El solo hecho de verlo y que él clavará sus ojos en mí, hacía que me olvidará de todo el mal en la Tierra.

Esa noche, luego de que salió al patio y no pidió para volver a entrar, supe que algo no andaba bien. Él siempre empujaba la puerta, la rascaba y ladraba, hasta que le abría. Esta vez, fui yo quien le tuvo que insistir para que entrara. Cuando lo hizo, se sentó en su manta y ni olió su comida, solo se quedó ahí tirado. Normalmente vendría a dormir conmigo, pero no, paso la noche ahí. Creí que a la mañana siguiente estaría mejor, pero cuando le pregunté a mi mamá si Bob había comido algo, dijo que no, y que tampoco se había movido.

Llamamos a su veterinario, que lo había atendido desde su primera infección urinaria. Una sensación horrible se apoderó de mi cuerpo desde el momento en que llegó. Tenía terror a lo que pudiera decir. Bob tenía más de quince años, mucho más de lo que suelen vivir estos perros; sabía que más temprano que tarde iba a llegar su hora, pero todavía no estaba preparada. Finalmente, el veterinario dijo que probablemente fuera una obstrucción en el estómago. Podía internarlo y recetarle algún medicamento, pero que sería inútil: Bob ya era grande y no resistiría por mucho más. Con mi mamá nos miramos por dos segundos. Ella lo quería tanto como yo y sabía que estábamos pensando en lo mismo. Por más que me doliera, no quería que sufriera.

Los días que siguieron fueron pura agonía, para él, para mí, para toda mi familia. Me la pasaba todo el tiempo que podía acostada a su lado, acercándole el agua, animándolo a comiera algo o solo acariciándolo. Él solo movía la cabeza: la levantaba cuando lo saludábamos o cuando dejaba de acariciarlo. De vez en cuando intentaba levantarse, pero, al no comer, estaba muy débil y no tenía fuerzas para hacerlo. Finalmente, después de dos días de agonía, decidimos que ya era demasiado.

El veterinario nos había dado la inyección para dormirlo, así que optamos por dársela. Yo, en mi desesperación, quizás hasta egoísta, de no perderlo, le rogué a mi papá que no lo hiciera, que al menos le diera una noche más. Él accedió. Me quedé a acostada abrazada a él en todo momento, con mi mamá agachada a mi lado y papá mirándonos desde lejos.

Me desperté en mi cama, sin recordar cómo había llegado allí. Era muy temprano, todavía nadie se había levantado. Con la esperanza de una niña, me levanté y fui a ver a Bob. Pero él ya no estaba. Su cuerpo tieso, con la boca abierta, me dejo helada. Nunca me sentí tan pérdida, tan angustiada,  tan desolada, tan abandonada. Mi mejor amigo, el único amor de mi vida, se había ido. Me fui de rodillas al piso, con las manos en la boca, intentando controlar un sentimiento desolador incontrolable. Todo se volvió raro, el sonido se apagó y el tiempo solo se estiró y estrujó. No registro mucho de lo que pasó después. Solo sé que mis padres vinieron hacia mí y los tres nos abrazamos como nunca antes.

El resto del día estuve encerrada en mi habitación. Mi mamá me llevó la comida allí, intentó quedarse conmigo y reconfortarme, pero creo que ella se sentía tan mal como yo, por lo que me miró con una sonrisa triste y se fue. No tenía fuerzas para nada, así que le avisé a Tatiana que no podría ir. Debajo de su chat, estaba el de Tina. Lo abrí y paseé los dedos por el teclado, decidiendo si le escribía. No supe que decirle, así que abrí la conversación con Matias, pero su última conexión era a las cuatro de la madrugada, dudaba que fuera a ver el mensaje hasta después del mediodía. Volví al chat de Tina, y fue ella quien en ese momento me mando un mensaje, preguntando por Bob. Ví el texto, pero no supe qué responder. Esa era la razón por la que no le escribía a ninguno de los dos, ¿cómo se decía? Tal vez, al notar que no respondía, supuso lo que había pasado, porque me llamó.

- Hola - me saludó - ¿Cómo estás?

No dije nada, solo me deslice por la pared, hasta quedar acostada en la cama hecha una bolita.

- Anita - me dijo, intentando consolarme.

Automáticamente me puse a llorar. Y lloré, con el celular pegado a la oreja y Tina arrullándome del otro lado del auricular. Lloré sin parar durante un largo tiempo, y Tina nunca colgó.

Este capítulo es más personal que otra cosa.
En memoria de mi perro, Punchi.

 En memoria de mi perro, Punchi

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
Mi mundo realDonde viven las historias. Descúbrelo ahora