Sigo siendo yo

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Me quedé parada, viendo como mi madre practicamente huía de mí. El tiempo se detuvo a mi alrededor, de repente ya no sentía la lluvia ni el frio, estaba aturdida. Cerré y abrí los puños, me sudaban las manos, me costaba tragar y respirar. Supé en ese instante que el mundo que conocía, aquel al que todavía pertenecía, se había acabado.

Alguien me tomó del brazo, miré hacia al costado y recordé que Tina estaba a mi lado. Me miraba expectante, esperando a que yo reaccionara. Abrí la boca, pero me di cuenta que no tenía nada que decir. Ella me tomó de los  hombros y me abrazó fuerte, lo que causó que toda la angustia que me estaba ahogando saliera en un llanto silencioso. Me apretó contra ella un largo rato, sin decir nada. Podía sentir su respiración agitada, nerviosa, sin saber cómo contenerme. 

No sabía qué hacer. Solo quería salir corriendo, desaparecer del mundo. Quería saltear este momento a cuando todo estuviera bien. No me atrevía a imaginarme lo que podría pasar ahora, en lo que me diría mi madre. Pensaba que quizás si hablabamos y le decía que yo seguía siendo la misma, si le decía lo mucho que la amaba, tal vez me aceptaría. Esta mañana me dijo que necesitaba tiempo para acostumbrarse a mi nueva yo, a lo mejor con esto sería igual.

De a poco me fui calmando, hasta que las lágrimas dejaron de salir. Tina, al sentir que mi respiración se apaciguaba, se separó lentamente de mí.  Miré hacia todos lados, intentando safarme de su mirada castaña y de mis propios pensamientos. Ella acarició mi barbilla, e hizo que la viera. Sus ojos también estaban llorosos. 

–No podes dejarlo así –me dijo casi en un susurro.

Yo asentí con la cabeza.

–Lo sé –logré decir.

–¿Querés que te acompañe? 

–No –negué con la voz quebrada –, tengo que hacerlo yo.

Me besó con ternura y caminó conmigo hasta la puerta de mi casa.

En realidad sí deseaba que Tina estuviera ahí conmigo y que sostuviera mi mano mientras hablaba con mi madre, pero sabía que eso sería demasiado para ella. 

Esa media cuadra se me hizo eterna. Tenía el estómago revuelto y la boca seca. No sabía qué debía decir ni mucho menos cómo decirlo. Supongo que tendría que improvisarlo sobre la marcha. Me imaginaba decenas de posibles conversaciones en las que todo podría salir bien, pero no me atrevía a pensar qué pasaría si salía mal. Por otro lado, mi padre me había aceptado, tal vez mi mamá reaccionara igual.

Me paré frente a puerta con Tina a mi lado. La miré aterrada, ella tenía esa sonrisa permanente en los labios. Noté su respiración pausada, igual de nerviosa que yo. Me apretó la mano para darme ánimos, yo intenté sonreir, pero no pude.

Respiré profundo y entré.

Caminé por la casa con paso lento, buscando a mi mamá, sin querer encontrarla, en realidad. Me costaba respirar y las ganas de llorar me ahogaban. Nunca quise tanto desaparecer. Llegué a su habitación, pero tampoco estaba allí. Pensé que tal vez había decidido seguir de largo e ir a otra parte, después de todo yo no la había visto entrar a la casa. Entonces escuché ruidos desde mi cuarto. Ni bien me asomé, rompí en llanto. 

La desolación me golpeo como nunca antes. Jamás me había sentido tan destrozada. Mi madre estaba frente a mi armario, con la puerta abierta, arrojando mi ropa dentro de un bolso. Diablo la estaba mirando desde un rincón de mi pieza y saltó hacia mí cuando escuchó el gemido que salió de mi boca. 

–¡Mamá! –chillé, y Diablo a mi lado lloró y se sentó, pensando que lo estaba retando a él –¿Qué...? –sollocé. 

Ella no me respondió, solo seguía arrancando las prendas de las perchas y tirándola sobre el bolso, porque ya no cabía más nada. La puerta del ropero le tapaba el rostro y no podía ver su expresión.

Mi mundo realDonde viven las historias. Descúbrelo ahora