Las casas pasaban por la ventana de la camioneta blanca de manera lenta. Un miércoles por la mañana sorpresivamente lleno de trafico. Gire la cabeza y me encontré con mi reflejo desde el retrovisor; me había levantado tarde, y sin ganas de peinar la larga melena que tenia, tan sólo me había colocado un pequeño moño, imagen que Abril desaprobó desde el principio, pero en cuanto a mi... Me causaba cierto tipo de algo difícil de explicar, un sentimiento de libertad, creyendo que ahora todos podían darse cuenta que no estaba bien, aunque a nadie le importase.
–Lauren –me llamo me Abril sin su voz tranquila de siempre, ahora usaba un tono un poco fuerte, más formal–.
La miré para que continuara.
–Lauren –soltó el volante por algunos segundos para dedicarme una mirada maternal–. ¿Qué pasa?
Me giré, no podía soportar aquellos ojos marrones sobre mí. Pose la mirada en la calle llena de autos, sobre las banquetas algunas señoras con ropa deportiva trotaban, y más al fondo, reconocí una florería, en la que papá siempre venía a comprarle flores a Abril. Trague saliva.
–Nada –conteste tratando de sonar convencida, pero de mi garganta sólo salía una vocecita cansada, cansancio que antes me hubiera obligado a ocultar, pero ¿Qué sentido tenía ahora?–.
Mi habito de ocultar cosas había empezado con Lelia -cómo así todo-. Aunque, viéndolo a una amplia perspectiva, todo había comenzado en la Primaria Verfolgung a mis 8 años. Por alguna razón, en algún momento de tercer grado, mis compañeros comenzaron alguna alianza encontré de mí; jamás lo entendí del todo, a mi parecer no tenía nada malo, nada lo verdaderamente importante cómo para ser rechazada los siguientes tres años de mi vida.
Nunca me golpearon, ni siquiera encontraba mensajes de odio en mi butaca, al contrario de algunos de mis compañeros con un poco de tez más oscura, o a las chicas que necesitaban aparatos, o a cualquiera que tuviera algo que los hiciera diferentes. Mi condena se reducía a ser ignorada por todos, sin sentido alguno.
Por eso termine llorando aquella tarde en Crusenthl, con miedo a que todo volviera a ser igual. Cuando le conté todo a Lelia, su respuesta fueron dos simples palabras.
–Eres débil.
–¿Qué?
–Eres débil, eso es lo que pasa con las personas débiles, cualquiera las puede tirar y terminar transformándolas en esto –me señalo–.
Ante sus ojos me sentí sumamente ofendida, ¿Qué tenia de malo ser débil?.
–Pues, prefiero ser débil a parecer una roca como tú, mírate, eres tan fría y siempre estas sola –dije esperando dañándola, pero se cara no expreso nada, ni enojo, ni humillación, ni nada–. ¿Acaso tú no eres débil?
Tan sólo volteo a los lados un par de veces, con el fin de ver cuánta privacidad teníamos, pero el patio estaba lleno de chicas, algunas jugando basketball, otras platicando; de modo que tomo mi mano y me guío a la parte verde de Crusenthl, un lugar lleno de árboles que la mayoría del tiempo estaba sola.
–Sí, lo soy –hablo de repente–.
–¿Eres qué? –volví a preguntar, pues no recordaba bien de que estábamos hablando–.
–Débil, lo soy, bueno, creo.
–Pues no lo parece.
–Pues lo soy.
–No lo creo.
–¿Por qué no?
–Bueno –la miré, ella me miraba. Los rayos del sol caían en sus ojos claros, dando la impresión de que brillaban–. Todas te admiran, cuando entras parece que eres... mmm... la estrella del lugar –soltamos una pequeña risa por lo ridículo que había sonado, pero pronto seguí con una voz queda–. Eres tan fuerte, apuesto a que nadie se a burlado de ti, todas darían lo que fuera por pasar algunos minutos contigo, porque las dejaras ser tus amigas. Eres misteriosa, linda, sencillamente perfecta –no sentía envidia, era algo todavía peor; la amargura de no ser ella– Es decir, todas queremos ser cómo Lelia Ferrec, yo incluyéndome... yo más que nadie...