Capítulo 1. Situémonos.

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La música sonaba suavemente a través de los altavoces estratégicamente situados por todo el local. Por lo general era lenta, introspectiva, melancólica... Era la idónea para un hilo musical que lo único que pretendía era llenar el silencio sin alterar las almas de la gente que iba a tratarse. Alba quería a los pacientes relajados y confiados, no era cuestión de provocarles ganas de pedirse una copa. La chica de recepción criticaba duramente a su jefa por esto, y cambiaba el nombre de la lista de reproducción habitual de "Música clínica" a "Música para pegarse un tiro" en cuanto esta se daba la vuelta. De vez en cuando se venía arriba, se rebelaba contra el sistema impuesto y pinchaba música más enérgica. Cuando vio venir a su jefa a paso ligero soplándose el flequillo se agarró a la silla. La había vuelto a pillar. 


- Marta, por favor te lo pido -le dijo en voz baja pero con muy mala leche-, no me puedo concentrar si me pones Michael Jackson. 

- Jefa, si es música tranquila y relajada. 

- Si no la tuvieras a todo volumen te lo compro. Además, Lacunza ha sacado disco nuevo, quiero tenerlo en bucle todo el día. 

- Pero... 

- Gracias, Marta. A trabajar. Si quieres marcha esta noche me invitas a una cerveza y te desquitas. 


Marta cabeceó de un lado a otro en señal de rendición mientras buscaba el disco y le daba al play. 

Alba, por su parte, sintió de nuevo la paz invadiendo cada partícula subatómica de su ser. Era su artista favorita y sentía predilección por su obra. La conoció de pura casualidad buscando música sosegada para la clínica hacía algunos años. Al principio solo añadió un par de canciones, pero calaron tan hondo en su psique que con el paso del tiempo se había hecho con la colección de todos sus CDs e iba a cada concierto que podía. 

Su música conectaba de manera directa con su espíritu, con su mente y con su corazón. Cuando escuchaba sus canciones evocaba días concretos, aunque no fueran importantes, olores e incluso sabores. Había una canción de sus primeros discos, como curiosidad, que la transportaba directamente a un momento en el que fumaba en la mesa de una cocina que ya no era suya, sentada en una silla de madera que ya no le pertenecía. Era sobrecogedor. Cada vez que la escuchaba le sabía la boca a tabaco y se le encogía el estómago recordando aquella cocina y los pensamientos que la inundaban. 

No era música que pegara con ella, o con la imagen que cualquier persona de su entorno tuviera de ella. Era una chica de treinta y pocos, bajita, rubia, con el pelo corto y una sonrisa endemoniada que era capaz de alegrarle el día a la mismísima parca. Era eminentemente alegre, siempre de buen humor y, si no lo estaba, lo parecía. La clase de persona que ilumina hasta el día más oscuro. Todo el que la conocía la quería cerca, era una suerte de magnetismo bastante impactante de sentir, como si todo lo que la rodeaba orbitara en torno a ella de manera irresistible. Ya digo, digno de ver. 

Una chica alegre que escuchaba música triste. En fin, una persona a la que querías con verla. 

Marta era su recepcionista, su secretaria y su mejor amiga. No necesariamente en ese orden. La conoció cuando su clínica eran dos cuartos despintados de cal y un baño unisex. En aquella época necesitaba a alguien que la ayudara a organizarle el papeleo y atender las llamadas. Marta apareció con su currículum y se quedó con el puesto, y fruto de la necesidad y de su enorme corazón, terminó también por ser la que bajaba a por comida al bar de enfrente para no desfallecer, ayudarla a subir los pedidos a mano en el ascensor y limpiar en los ratos libres. Gracias a ella y a su labia (además del buen hacer de la fisioterapeuta titular) la clínica fue creciendo, incentivando que se corriera la voz, que es como realmente funcionan este tipo de negocios. Poner a una personalidad como la de Marta al frente de cualquier negocio te aseguraba el éxito, pues el trato que tenía con las personas no tenía igual. 

La sala de los menesteresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora