Capítulo 25. Callaita.

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Se despertó con una sed terrible que le obligó a salir de la cama como impulsada por un resorte. A pesar de que había dejado de beber a media tarde tenía un runrún tonto en la cabeza. No sabía para qué se empeñaba en beber vermú si se ponía como las grecas al tercer vasito. 

Con el amanecer a punto de rasgar el papel de celofán del cielo, salió con su café de siempre, su cigarro entre los labios y la libreta absurda. Ya apenas se preocupaba por su falta de inspiración poética y simplemente se dejaba arrastrar por la prosa inútil que, al menos, le ayudaba a sacarse el amargor de dentro y a entender mejor sus procesos vitales. Estaba viviendo una travesía metamórfica y le costaba llevar el ritmo de su propia mente. 

No había sido como desaparecer de un sitio y aparecer en otro distinto de repente, había recorrido un camino angosto y confuso hasta llegar a ese lugar. Hacía años, viendo cómo se apagaban, una a una, todas sus luces, se había convencido de que no habría descanso para su oscuridad y había aprendido a asumir la derrota sin detener ni un momento sus pasos inseguros y dolorosos, pues se perdía a veces en la penumbra. Un pie delante del otro, y después el siguiente. 

Se había caído cientos de veces pero, aún con las rodillas y las manos raspadas de soledad, continuó a tientas, chocando contra todo y contra todos, en una huida serena hacia delante hasta llegar a un lugar en el que ya se veía alguna que otra estrella. Estrellas que alumbraban lo justo como para dejar de tropezar. Estaban tan lejos que nunca cayó en la cuenta de la necesidad de su presencia, pero ahora, consciente al fin de la estabilidad de sus pasos, cargó sus espaldas de todo el mérito que se venían mereciendo. 

No se había, como ya he dicho, teletransportado hasta el borde del claro que tenía ahora a unos metros de distancia. Un claro que, a cada centímetro que se acercaba, se le antojaba más luminoso y brillante. Un claro empapado por una estrella más grande que las demás, una estrella próxima a su planeta que lo bañaba de claridad y de calor. Empezaba a sentirlo en la piel y en el aire amable que ahora le inflamaba los pulmones. Lo tenía ya al alcance de la mano. 

Un sol diminuto que era lo bastante grande como para dejar hechas jirones sus tinieblas, deshechas por las esquinas, volando con el viento como restos de una hoguera que lo había consumido todo. Un astro al que había llegado por las vías secundarias y las carreteras desiertas que le había tocado recorrer por los avatares del destino y sus circunstancias. Bajo su resplandor la única sombra que existía era la que proyectaba su propio cuerpo, que, aunque larga, le parecía cada vez más insignificante. 

Alba Reche y su luz. 

Sintió en su corazón, como una revelación brutal, lo importante que empezaba a ser para ella. Ya no era únicamente una chica especial con la que había conectado al instante, una rubia revoltosa que le hacía estar cómoda sin artificios, una fisio encantadora con la que se sentía normal y comprendida. No. Empezaba a ser la persona a la que más le apetecía tener cerca, a quien más quería conocer, con la que más cosas quería compartir, con quien más deseaba hablar. Alguien a quien mostrarle, parte a parte, su inhóspito interior.

Con ella se notaba descansar, como si todo el desastre natural que la habitaba se calmara de repente, como si todo el ruido que le embotaba el cerebro guardara silencio para escuchar esa ridícula risa que espantaba a las palomas. 

No quería tenerla próxima porque le hiciera bien, no era eso.

La quería alrededor porque, con sus ojos cristalinos posados directamente sobre su alma, dejó de sentirse extraña en su cuerpo y en su mente.

Por una vez, sintió que alguien la veía y la aceptaba sin juicios, sin preguntas, sin porqués, convenciéndola de que no tenía nada de malo tener miedo porque era, al fin, humana.

La sala de los menesteresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora