Capítulo 88. Puntos flacos.

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- Buenos días, baby -saludó con una gran sonrisa. 

- Buenos días, chocho -respondió la recepcionista-. Te veo muy animada esta fría tarde de marzo. 

- Pues sí, vengo de estar en la fábrica, lo están dejando todo como los chorros del oro, me han dado unos presupuestos estupendos para maquinitas de hacer música y parece que tu jefa no quiere clavarme cuchillos en los ojos. Es un buen día. 

- Ya lo vi ayer, ya... -le dijo con retintín. 

- Somos personas adultas y maduras, Marta -masculló. 

- Me alegro de que ahora lo parezcáis -rió-. ¿Cómo estás? 

- Pues bien, mejor, la verdad -le dijo con timidez. 

- ¿Mejor que cuándo? 

- Mucho mejor que en los últimos cinco meses, seis días y -se miró el reloj- veintiuna horas. 


Marta no solía tener conversaciones profundas con Natalia, pero una parte de ella necesitaba saber que no se equivocaba al darle un voto de confianza. Saber que los últimos meses también habían sido difíciles para ella le hizo encontrar cierta paz. No le deseaba nada malo a su amiga, pero le alivió saber que, a pesar de sus errores, no había maldad alguna en ellos. 


- Pues me alegro, nena. 

- Voy para allá -señaló el cuadro a su espalda-. Lo necesito. 


Le dedicó una sonrisa amable y se fue hacia su lugar apacible. 

Ni siquiera necesitó girarse para saber que Alba Reche se encontraba en la recepción, apenas unos minutos después. Tan ensimismada estaba en la pintura que tenía delante que no había escuchado la puerta abrirse, pero su olfato la delató antes que ningún otro de sus sentidos. Huele a tarta de manzana. Cerró los ojos, como si quisiera guardar en su memoria, por si acaso, esa sensación de hogar. 


- Lacunza, ¿le damos? -dijo a su espalda. 

- Dale -asintió, despidiéndose del atardecer. 


Se giró y allí estaba, con su uniforme negro, sus manos entrelazadas y la sonrisa cobarde que no se atrevía a hacerse grande frente a ella. No voy a volver a hacerte daño, Alba, te lo prometo, así que deja de sonreírme a medias

Caminó tras ella por el largo pasillo, echando de menos las cosas más tontas, como las burlas de la rubia sobre su adoración por el cuadro, el brazo sobre sus hombros o su pequeña mano entallando su cintura. Cuánto daría por poder volver a tener esa familiaridad para acercarse a ella sin sentirse extranjera cerca de su piel. Aún no terminaba de creerse que ella solita había deshecho con los dedos lo que con tanto mimo y esfuerzo construyó en torno a ellas. Con todo el trabajo que le costó barrer sus miedos de chica triste y sola, los de la rubia de fan temblorosa... Y en una tarde como aquella misma, con el frío simétrico que hermana el otoño y la primavera, separados por la certeza de que en uno algo muere y en el otro algo nace, en una tarde, como digo, como esa, fue capaz de poner un océano entre ellas. 

Es fácil, en cierta manera, asumir la pérdida, la decepción que nos viene impuesta de fuera, de otros, pero la que provocamos nosotros... ¿Cómo perdonarse una misma por echar a perder lo mejor que se tiene? Sin ayudas externas, solo con nuestra estúpida e inflexible mente. Qué lejos se sentía de aquella chica extraviada en la angustia de la falta de inspiración, de su incapacidad de conectar con su pasión; qué insignificantes le parecían ahora aquellos problemas que en su momento se le antojaron inabordables. Qué idiota, Lacunza

La sala de los menesteresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora