Capítulo 3. Recalculando ruta.

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Natalia miraba a través de la ventanilla del coche de la Mari mientras esta cantaba a pleno pulmón una de Young Beef. Aunque al principio habían salido sapos y culebras por su boca con el perreo y el trap que su amiga tanto adoraba, se le había hecho el oído y podría considerarse una chica bastante puesta en el tema. Incluso podría decirse que le gustaba. Más de una vez había intentado María convencerla para introducir aquellos ritmos en sus canciones, pero no creía que aquello fuera mucho con la música corta venas que ella hacía. 

Hacía música triste porque era una chica triste. Se alimentaba de su pena: vivía de ella, componía por ella, le otorgaba el arte que ella hacía. Una aflicción que no la abandonaba nunca y que sacaba de lo más profundo de su alma las letras que escribía y los acordes que inventaba. Esa tristeza amarga era la que había hecho de ella quien era ahora, una persona que vivía de su pasión y a través de ella. 

Antes de todo esto daba clases de piano y tocaba en un bar un par de días por semana. Tenía una vida corriente, con un sueldo corriente, con preocupaciones corrientes y vivía en un piso corriente con una novia extraordinaria. Aunque su sueño fuera dedicarse profesionalmente a hacer música era feliz en su mediocridad porque tenía lo que más había ansiado desde que supo que existía algo como el amor. Alicia era el motor de su motor, de su estúpido corazón. La conoció con 19 años.

La vio y sintió cómo las cuerdas que la ataban al suelo se soltaban y creyó flotar, flotó hacia ella, con la sonrisa más tonta que haya visto un ser humano, y le dijo "hola" como si ya la conociera, ella, que no pedía la hora por pura vergüenza, se acercó con la sonrisa más idiota que nadie haya visto jamás y le dijo "hola". Y Alicia, como si la hubiera estado esperando toda la vida, vistió su boca con una sonrisa más estúpida si cabía y le dijo "hola", la miró a los ojos y se dejó inundar por su mirada intensa y allí lo vio, lo vio y le dijo "hola" como si se hubieran encontrado después de mucho tiempo. 

Las cuerdas que la ataban al suelo se soltaron y flotó, flotó hacia ella, y esas cuerdas se enroscaron en torno a su liviano cuerpo. No volvieron a separarse jamás. 

Vivía en un estado perpetuo de euforia, pues se sabía segura de haberla encontrado. Ya la tenía, la tenía a su lado y no podía creerse la suerte que había tenido de tropezarse con ella en medio de este loco mundo. Si se paraba a reflexionarlo era un jodida suerte. A menudo pensaba que debería habérselo esperado. Seis años instalada en la más pura felicidad no era justo, rompía el equilibrio del universo y, cuando Alicia se fue, pensó que quizá había gastado en aquellos años, de golpe, toda la felicidad que le tocaba en la vida. 

Se refugió en la música. Se desgañitaba el alma escribiendo día y noche para purgar su pecho de aquel vertido negro del que se había impregnado su corazón. Se deshacía los dedos contra el piano y contra las duras cuerdas de la guitarra para desterrar todo lo que se había muerto en su interior. Le dio un cuerpo a ese dolor para sacarlo fuera porque sentía que ya no le cabía ni un átomo más dentro, y le dio forma de canción. Nacho la escuchó en el bar donde solía tocar y le proporcionó herramientas para hacerle un cuerpo más hermoso a ese desastre natural que había arrasado con todo. Nadie podía quedar indiferente ante esa visión. 

Triunfó cuando menos lo deseaba y se resignó a sacarse de a poquitos, subida a cada escenario que pisaba, la podredumbre que la habitaba, como quien vacía el mar con una cuchara de café. 

Había hallado la felicidad de la música en el dolor de la pérdida, como si fuera imposible albergar ambos conceptos en un mismo lugar. Sentía que para alcanzar un sueño había tenido que perder el otro, por lo que cada partícula de su ser iba dirigida en la misma dirección con la intención de que, al menos, hubiera valido la pena tanta pena. Si la tristeza le había dado lo que más había anhelado antes de que Alicia se fuera, a la ella le entregaría su alma misma. De haber podido elegir ahora estaría, probablemente, tocando en un bar cutre para 20 personas y sonriendo a la pelirroja que bebe cerveza en la mesa de enfrente, y no camino a Madrid con una rubia loca que cantaba como una desquiciada. 

La sala de los menesteresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora