Capítulo 42. El pozo.

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Aún era de noche cuando se despertó. Sintió su cara, el sudor ya seco de su moflete, pegado a la piel del hombro de la morena. Olía a sexo, olía a Natalia. Su olor más puro y natural, ya desterrado de su cuerpo cualquier resto de perfume, expulsado por los efluvios de la noche. Natalia Lacunza olía a madera, a casa en la montaña, a hoguera. 

Despegó la mejilla con lentitud, procurando no despertarla. La última vez, y sospechaba que el resto de veces futuras que durmieran juntas, que, sinceramente, esperaba que fueran muchas, fue la cantante la que se despertó primero. Ya sabía que solía despertarse al amanecer, así que quiso aprovechar aquella ocasión para disfrutar de su presencia dormida, vulnerable. Levantó levemente la cara para mirarla. Descansaba en paz, con una sonrisa idiota que le daba a su rostro el aspecto de una niña satisfecha. Desde luego tenía motivos para estarlo. Maldita e insaciable Lacunza. Le había hecho el amor, la había follado sin contemplaciones, le había hecho tocar el cielo y caer hasta el más subterráneo círculo del infierno. 

Alba Reche había ido a dar con la horma de su zapato. Siempre había disfrutado del sexo, era, como ya hemos mencionado en alguna ocasión, un animal eminentemente sexual, pero esto era otro rollo. Nunca lo había hecho entregando tanto como con la morena. Quizá ese era el quid de la cuestión. El sexo en general era una puta maravilla, pero hacerlo con una conexión como la suya, con su mirada penetrante clavándola contra el colchón, con ese brillo en sus ojos de pura adoración, de reverencia, de gratitud y de amor, del tipo que fuera, estaba, sencillamente, a otro nivel. La tocaba con los dientes y los labios y los dedos, pero, sobre todo, la tocaba con su alma misma. Como siempre, pero más. 

Se le agarró un nudo en la garganta de pura emoción. Durante los numerosos asaltos de esa noche, tras caer convulsionada sobre las sábanas o sobre el cuerpo neumático de Natalia, tuvo la casi irreprimible necesidad de llorar. Se le ahogaba la respiración en el pecho y tuvo que tragar muy fuerte para no sucumbir a las lágrimas. Era una sensación extracorporal sentirse a sí misma o a Natalia deshacerse en manos de la otra, como si sus espíritus se expandieran saliendo de la cárcel de piel que los contenían y ampliaran su perímetro metro y medio más allá, envolviéndolas y mezclándose entre ellos sus colores, consiguiendo como resultado uno nuevo que no se parecía a ninguno que hubiera visto en todos los días de su vida. Era su color. De ellas, y nadie más. 

Solo con recordarlo notó sus ojos humedecerse, y miró su cara apacible como si no terminara de creerse la suerte que tenía y lo increíble que era esa chica que parecía ni darse cuenta. 

Eres espectáculo y tú ni siquiera lo llegas a notar. 

Se atrevió a repasar sus facciones con las yemas de los dedos, impactada e incrédula con la idea de que esa muchacha estaba allí por ella. Si hubiéramos podido ver sus ojos habríamos visto desconcierto en ellos. Se sentía como si le hubiera caído bien a quien manejara el cotarro allí arriba y hubiera tenido el detalle colosal de hacer que su vida y la de la cantante chocaran a la velocidad de la luz. En ese momento, mirando ese medio rostro bañado por la luz que entraba por la ventana, le hubiera gustado ponerle un nombre a ese ente o a esa fuerza y poder darle las gracias. No creía que mereciera tanta y tan incongruente perfección. De verdad que no. No había hecho nada para ganarse esa suerte. Pero ella no diría nada, se quedaría callada, esperando que nadie reparara en esa injusticia cósmica y se la arrebatara. 

Natalia arrugó la nariz cuando sintió sus dedos deslizarse por el moflete. Dios, qué puta preciosidad. Se le retorció el corazón y una verdad le hizo sonreír, a salvo ya del miedo: estaba total y absolutamente encoñada de Natalia Lacunza. La morena había tenido razón otra vez: el sexo, ese sexo sentimental, etéreo y brutal suyo lo había desbocado todo en su interior. Se habían salido las puertas de sus goznes, reventado los cristales templados de las ventanas, volado los cuadros de las paredes, de tan irresistible como era la riada. 

La sala de los menesteresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora