67. La explicación

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- Luisita, pásame el café –pidió Marcelino todavía masticando el trozo de pan que se acababa de llevar a la boca.

Su hija ni se había inmutado ante la petición de su padre. Manolita, sentada a la izquierda de ella y de frente a Marcelino, miraba la escena en silencio y comprobaba cómo su marido esperaba con el brazo extendido a que su hija le pasara finalmente la jarra de café.

- ¡Luisita! –insistió el hombre mientras su hija continuaba con su pasividad. Finalmente, Manolita haría el esfuerzo y se levantaría para coger la jarra – No me gusta eso que estás haciendo, Luisa.

- Mamá, ¿puedes decirle a tu marido que a mí tampoco me gusta las cosas que hace él y no le digo nada?

- Luisita, por favor –Manolita puso los ojos en blanco ante el bombardeo que se veía venir.

- Manolita, cariño, dile a tu hija que un padre se merece que le respeten.

- Marce... -la mujer le clavó la mirada intentando que no entrara en el juego, pero su marido apretaba los puños en señal de afrenta ante la situación en la que le estaba colocando Luisita.

- Mamá, le dices a ese hombre que el respeto debe ganarse y, aparte, que no me ha respetado él a mí primero.

- ¡Basta ya los dos! A mí no me tengáis de mensajera, ¿me oís? Empezad ya a arreglar esta situación y dejaos de tonterías, hombre ya –aseveró mientras recogía el resto de su desayuno y se encaminaba hacia la cocina.

En el momento en que se quedaron solos, Marcelino y Luisita apenas se miraron a los ojos. Actuaban como dos niños pequeños que habían hecho algún tipo de travesura: la mirada fija en los platos que tenían sobre la mesa y apenas se contemplaban por el rabillo del ojo intentando que el otro no se percatara de que estaba siendo observado. Ninguno estaba dispuesto a dar su brazo a torcer y, con el paso de los días, la situación se estaba volviendo más insostenible. Solo el timbre los sacó de aquella tensión que podía cortarse con la hoja de un cuchillo. Por cercanía, Luisita fue la que se levantó a recibir a quienquiera que fuera.

- Buenos días, Luisita. ¿Es muy temprano para venir? –preguntó Silvia desde el marco de la puerta.

- ¡Qué va! Pasa, mujer, ¿cómo estás? –preguntó al fin sonriente la joven.

- Bien, bien, con mucho trabajo, pero bien –entrando en el salón- Buenos días, Marcelino. ¿Qué hay?

- Hola, Silvia. Dichosos los ojos –contestó el hombre con repentina afabilidad.

- Yo venía porque quería saber cómo estaba Amelia, cómo había pasado la noche –dijo girándose hacia Luisita.

- ¿Cómo? Pero si Amelia está en el hotel... -de pronto a Luisi se le empezó a hacer un nudo en el estómago.

- ¿Pero es que no te has enterado? –inquirió la camarera del hotel- Amelia renunció ayer a su puesto y se fue de La Estrella.

La cara de Luisita se palideció repentinamente y notó cómo el aire le costaba que llegara a sus pulmones. No había tenido ocasión de hablar con Amelia desde que se había ido de su casa hacía ya casi dos días. Por mucho que había intentado localizarla, la joven no había dado señales de vida. Ahora comprendía la dificultad que había tenido para hallarla, pero no lograba entender por qué no le había dicho cómo habían sucedido las cosas y que tampoco hubiera tratado de refugiarse en ella ante su renuncia. Silvia se sintió peor que el día anterior, cuando fue espectadora en primera fila de todo el espectáculo que montaron entre Doña Ascensión y Amelia. Ahora experimentó un nudo en el estómago por causar esa preocupación en Luisita y su intranquilidad aumentó al comprobar que nadie sabía dónde estaba la vedette.

Y bailar juntas bajo la lunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora