70. Acercando posturas

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Faltaban apenas cuatro días para que Luisita y Amelia se fueran a California y la rubia no dejaba de darle vueltas a la conversación que tuvo con su madre. No paraba de tener sueños en los que perseguía a Marcelino y éste no se dejaba ver o no escuchaba cómo lo llamaba. Se pasaba la noche persiguiendo sombras intentando alcanzarle y, en algún momento, se había levantado sudando como si realmente hubiera estado siguiéndolo por la Plaza de los Frutos. Amelia sabía que algo le preocupaba y aunque había intentado convencerla de que hablara con él, la cabezonería de Luisita siempre respondía por ella.

Manolita seguía con su labor, pero ahora con Marcelino. No había tema de conversación en el que no saliera a colación Luisita, y el hombre, aunque a veces no captaba las indirectas, pronto notó que la sutileza de su mujer le estaba queriendo decir algo. A diferencia del pasado, la cercanía del viaje de las chicas le estaba ablandando un poco, aunque no quisiera terminar de dar su brazo a torcer. Un poco malhumorado por no saber cómo hacerlo y por la cantidad de tareas que tenía que desempeñar ese día en el hotel, Marcelino salió de casa dando un portazo, a lo que Manolita respondió con un sonoro "Válgame Dios". Aunque no fueran padre e hija biológicamente hablando, no había duda de que eran iguales en su forma de afrontar los problemas.

Ya en el hotel, Marcelino comenzó a pelar patatas como si no hubiera un mañana. Murmuraba algo entre dientes, como si aquel alimento pudiera responderle al malhumor que llevaba encima. Estaba tan concentrado en su tarea que no se dio cuenta de que había alguien mirándolo desde la puerta de la cocina. Solo cuando dicha persona tocó dos veces el marco de la puerta, salió de su ensimismamiento y su sorpresa fue tan mayúscula que se le escapó el cuchillo y acabó cortándose en su dedo pulgar.

- ¡Papá! ¿Te has hecho daño? –Luisita fue hacia él a cerciorarse de que se encontraba perfectamente.

- Sí, no te preocupes –dijo mientras se chupaba el dedo intentando que la sangre dejara de salir del pequeño pero intenso corte que se había hecho.

- A ver, déjame ver –le pidió que le enseñara el corte tendiéndole la mano.

Marcelino le tendió la mano un poco con desconfianza, pero cedió como si fuera un niño pequeño al que no le gusta que le cuiden. Luisita comprobó que el corte era aparatoso, pero no preocupante. Cogió un trapo que encontró cerca e hizo presión en el dedo pulgar de su padre para cortar la hemorragia. Rápidamente divisó un botiquín en la pared de la cocina y fue hacia él para coger algo que pudiera desinfectar la herida. Marcelino la miraba en silencio mientras seguía haciendo presión con el trapo.

- Ven, anda. –abrió el bote del agua oxigenada y le echó un poco, a lo que Marcelino replicó por el escozor que le produjo- ¡Qué quejica, papá! –Luisita se rió y le sopló para calmarle el dolor.

- Claro, como a ti no te escuece –sentenció quejoso su padre- Me lo dice la que cada vez que se caía y había que echarle algo de esto se iba corriendo por toda la casa para evitarlo.

- ¡Qué mentira más gorda! –replicó Luisita con una sonrisa- Si yo nunca he hecho eso.

- Uy que no... El abuelo siempre decía: "No le dolerá tanto si va corriendo por todos lados". Y siempre te librabas de que te pusiéramos cualquier inyección... Siempre tenía que ser lo que tú querías –dijo con media sonrisa, gesto que pronto se le borró.

Luisita contempló cómo se desvanecía aquella sonrisa e, irremediablemente agachó la cabeza al percatarse de que sus palabras podían contener cierto reproche hacia ella. Durante unos segundos, ambos se quedaron callados, con la mirada puesta en el dedo pulgar de Marcelino.

- Supongo que quizá por eso siempre hayas querido más a mis hermanos que a mí –se atrevió a decir por fin Luisita con un hilo de voz y una tímida sonrisa final que difuminaba la verdad que tanto le había costado expresar.

Y bailar juntas bajo la lunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora