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Me gustaban sus brazos. Parecían tristes.

Me gustaban sus caderas. Las movía al caminar y yo me estremecía.

Me gustaban las cicatrices que se le asomaban debajo de la falda, las de sus muñecas.

Me gustaban más, mucho más, las que escondía en su pecho, ésas que no le muestras a nadie.

La observaba y nunca la miraba. Me salían sonrisas tristes al verle los ojos, grises y tormentosos.

Nunca la había visto emocionarse ni tener alguna otra expresión en el rostro. Siempre era lo mismo:

Las comisuras se le extendían hasta la barbilla,

las ojeras bajaban hasta la nariz y ascendían hasta sus cejas.

Una chica triste y no era difícil notarlo. Me había sentado más de cinco meses a observarla, le conocía la piel y lágrimas, el cabello y el sueño.

Las ganas de desaparecer...

Y lo hizo.

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