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Se quitó la vida.

Anduvo sin ella mucho tiempo, el humor no le mejoraba y nada le complacía.

Casi nada.

Era la chica con fuego en el cabello y un pecho vacío, que sólo lograba llenar con música. Música que un arco y sus dedos producían.

El rock retumbaba en su oído y el grave sonido del violonchelo rebotaba en el hueco que le habían dejado, ahí, donde tenía un corazón.

Había observado a una chica carse en pedazos, y su expresión no cambió ni un ápice. Sólo ladeaba la cabeza, fruncía el ceño

Se le caía el mundo y sólo miraba.

Observaba, en silencio y ahogándose en sentimientos.

Lo observaba a él, en su imaginación. Le observaba y lo mataba a miradas violentas, le sacudía con lágrimas amargas y remolinos de ira.

Le odiaba.

Le amaba.

Me dejaba mirarla, con los ojos abiertos y esperando un cambio en su expresión.

Pasó mucho tiempo. Muchísimo.

Se sentaba y el café, americano doble y sin azúcar, lo mezclaba con alcohol y gotas tristes.

Hasta el día en que se fue.

Me dejó.

Se levantó. Sonrió y me miró, asintió y simplemente se fue.

Lo había dejado ir.

Lo había perdonado.

El rock retumbaba en su oído y el grave sonido del violonchelo dejo de robotar en el pecho hueco.

El sonido vibraba en las aurículas y ventrículos de su corazón.

Era feliz.

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