Se quitó la vida.
Anduvo sin ella mucho tiempo, el humor no le mejoraba y nada le complacía.
Casi nada.
Era la chica con fuego en el cabello y un pecho vacío, que sólo lograba llenar con música. Música que un arco y sus dedos producían.
El rock retumbaba en su oído y el grave sonido del violonchelo rebotaba en el hueco que le habían dejado, ahí, donde tenía un corazón.
Había observado a una chica carse en pedazos, y su expresión no cambió ni un ápice. Sólo ladeaba la cabeza, fruncía el ceño
Se le caía el mundo y sólo miraba.
Observaba, en silencio y ahogándose en sentimientos.
Lo observaba a él, en su imaginación. Le observaba y lo mataba a miradas violentas, le sacudía con lágrimas amargas y remolinos de ira.
Le odiaba.
Le amaba.
Me dejaba mirarla, con los ojos abiertos y esperando un cambio en su expresión.
Pasó mucho tiempo. Muchísimo.
Se sentaba y el café, americano doble y sin azúcar, lo mezclaba con alcohol y gotas tristes.
Hasta el día en que se fue.
Me dejó.
Se levantó. Sonrió y me miró, asintió y simplemente se fue.
Lo había dejado ir.
Lo había perdonado.
El rock retumbaba en su oído y el grave sonido del violonchelo dejo de robotar en el pecho hueco.
El sonido vibraba en las aurículas y ventrículos de su corazón.
Era feliz.
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Donde los Escritores van.
Romantizm¿Para quién escribimos los que no sabemos a dónde ir? ¿Nos leen? ¿Qué pasa sí nunca lo hacen? A veces hay que tener miedo. Pero, ¿a quién le escribo si no es a mí? Foto por Ana Gabriela Zárate Rábago. Instagram: @anagabriela_zr