Soledad.

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Me parece necesaria en pequeñas dosis.

Como un veneno, como una punzada de dolor de vez en vez.

La soledad puede sentirse bien, lo suficiente para hacerme sonreír y entrecerrar los ojos.

Me gusta cuando la acompaña un viento frío y mis pies están a varios metros sobre el suelo.

Meciéndose en la oscuridad, estirando los dedos para tocar un invisible escalón.

A veces me dan ganas de compartir la soledad y seguir llamándola así, porque suena bonito y ¿por qué no?

Para que mis pálidos pies atraviesen la noche con el melifluo de una respiración profunda.

Para que unos ojos oscuros me cuenten historias infinitas, utópicas, con sabor a mar.

Sintiendo la gravedad jalando nuestros cuerpos temblorosos, porque, te voy a contar un secreto:

Me aterran las alturas.

Pero aún así me siento cada noche en la ventana, con las piernas al aire y el cabello suelto.

Con su rostro entre parpadeos.

La sombra de una barba y humo de cigarro, manos grandes y cabellos gruesos.

Con él.

Con él y sus desesperantes respuestas, o con la ausencia de ellas.

Su actitud altanera y belleza inmarcesible.

Me gusta la soledad para imaginarlo trazando constelaciones en la blanca piel de mis piernas, uniendo lunares y descifrando viejas cicatrices.

Me gusta para pensar en él y sumergirme en sueños imposibles que mi estado limerente provoca.

Me gusta y al carajo que no esté.

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