Me parece necesaria en pequeñas dosis.
Como un veneno, como una punzada de dolor de vez en vez.
La soledad puede sentirse bien, lo suficiente para hacerme sonreír y entrecerrar los ojos.
Me gusta cuando la acompaña un viento frío y mis pies están a varios metros sobre el suelo.
Meciéndose en la oscuridad, estirando los dedos para tocar un invisible escalón.
A veces me dan ganas de compartir la soledad y seguir llamándola así, porque suena bonito y ¿por qué no?
Para que mis pálidos pies atraviesen la noche con el melifluo de una respiración profunda.
Para que unos ojos oscuros me cuenten historias infinitas, utópicas, con sabor a mar.
Sintiendo la gravedad jalando nuestros cuerpos temblorosos, porque, te voy a contar un secreto:
Me aterran las alturas.
Pero aún así me siento cada noche en la ventana, con las piernas al aire y el cabello suelto.
Con su rostro entre parpadeos.
La sombra de una barba y humo de cigarro, manos grandes y cabellos gruesos.
Con él.
Con él y sus desesperantes respuestas, o con la ausencia de ellas.
Su actitud altanera y belleza inmarcesible.
Me gusta la soledad para imaginarlo trazando constelaciones en la blanca piel de mis piernas, uniendo lunares y descifrando viejas cicatrices.
Me gusta para pensar en él y sumergirme en sueños imposibles que mi estado limerente provoca.
Me gusta y al carajo que no esté.
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Donde los Escritores van.
Romance¿Para quién escribimos los que no sabemos a dónde ir? ¿Nos leen? ¿Qué pasa sí nunca lo hacen? A veces hay que tener miedo. Pero, ¿a quién le escribo si no es a mí? Foto por Ana Gabriela Zárate Rábago. Instagram: @anagabriela_zr