Capítulo 22

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La explosión hizo que tanto Maverick como yo nos agachásemos asustados entre los arbustos. El humo amarillo se alzaba sobre nuestras cabezas con ese olor tan característico que tenía la droga de Willow. Segundos más tarde, los pocos supervivientes que quedaban salieron corriendo de la nave en llamas. 

Miré a Scheidemann. Se estaba riendo, le divertía aquel horroroso espectáculo. Aquellos hombres aullaban de dolor y se retorcían intentando apagar las llamas, aunque era imposible: Batman era una sustancia muy inflamable. Algunos tenían cachos de metralla incrustados en la piel. Se derritieron ante nuestras narices.

- ¡Eso no estaba en el plan! - le grité.

- Tu plan era muy aburrido. - respondió como si nada - Como decirlo... poco ambicioso.

Volví a mirar hacia la nave. Estaba situada en las afueras de Bremen, en la orilla del río Weser, tal y como había dicho Jerry. No nos había llevado mucho localizarla ya que Scheidemann era muy poderoso y tenía toda clase de recursos a su disposición. Junto a la nave, había un edificio más moderno, en el que suponíamos que estaría Axel. 

- ¿Hay otra para ese edificio? - pregunté.

- No, mis infiltrados sólo fueron capaces de colocarla en la nave. - respondió mientras Gretel le cargaba el arma - Al otro edificio tendremos que ir nosotros.

Scheidemann y sus lacayos avanzaron hacia el frente, saliendo del bosque donde estábamos ocultos. Le toqué el hombro a Maverick:

- Puedes quedarte aquí. - le dije - Esto no es cosa tuya.

Él negó con la cabeza, todavía con la vista fija sobre los cadáveres llameantes. Miramos hacia el cielo: fijo que aquella inmensa columna de humo se vería desde la ciudad. Teníamos que darnos prisa.

- Vamos, pues.

Poco a poco, los trabajadores de Axel fueron saliendo del segundo edificio para morir a manos de la ametralladora de Gretel. Unos iban a ver que estaba ocurriendo, otros estaban perdidos, y los más espabilados, aunque armados, eran incapaces de competir contra la eficacia de los hombres de Scheidemann. Disparaban rápido y avanzaban con seguridad. Enseguida estuvimos en la puerta. 

- Yo miraré en el despacho, tú en el laboratorio. - me ordenó.

- No, yo buscaré en su despacho. 

Ambos sabíamos que lo más probable era que Axel se escondiese allí, y ninguno de los dos estaba dispuesto a renunciar a su venganza. 

- Günther Necker es mío, Peeters, no...

Entonces escuchamos un ruido lejano de sirenas: se nos acababa el tiempo. Gretel, Friedrich, Maverick y yo subimos las escaleras. Ya habíamos llegado al segundo piso cuando nos empezaron a disparar. Nos refugiamos en los huecos de las puertas. Me asomé un poco y vi la cabeza de uno de los tiradores. Disparé, pero la puntería no era lo mío, así que fallé. Fue Gretel quien acertó. Friedrich se encargó de otro más que estaba escondido detrás de una estantería. 

- Sigamos. - dije a la vez que hacía un gesto con la mano.

Pero entonces escuché un disparo a mis espaldas, que enseguida fue respondido con uno de Gretel. Me toqué el cuerpo, esperando encontrar alguna herida, pero estaba intacto. Entonces me giré y vi a Maverick tirado sobre el suelo, muerto. La bala le había atravesado el cráneo.

En las películas y en los libros, los amigos siempre tienen un momento para despedirse, un momento en el que parece que el mundo se detiene para poder dejar partir a los seres queridos en paz. Pero la realidad es que si te disparan, mueres, sin despedidas ni palabras de consuelo. Yo nunca pude decirle a Maverick lo mucho que lamentaba que aquel imbécil le disparase en la nuca, que estaba agradecido de haberlo tenido como amigo y que sentía haber arruinado su vida. No, Maverick estaba muerto, a secas, y su muerte me sentó como la mía propia. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Vengarme? Por culpa de los fantasmas de mi pasado, había perdido a la única persona que me quedaba a mi lado, a mi último amigo. Me había quedado solo de nuevo. El miedo se apoderó de mí. La soledad... mi vieja amiga, aquella que me había empujado al suicidio años antes. Miré a mi alrededor, Scheidemann seguía avanzando, sin importarle que mi amigo hubiese caído. ¿Qué estaba haciendo allí? Las sirenas sonaban cada vez más fuerte. ¿Qué estaba haciendo allí? Los gritos... ¿Qué estaba haciendo allí? La sangre... ¿Qué estaba haciendo allí? La soledad... En mi cabeza no paraba de resonar una y otra vez la misma pregunta: "¿Qué estaba haciendo allí?". ¿Qué sentido tenía que yo estuviese allí? Ya lo había perdido todo, y matar a Axel no me iba a devolver nada. 

Me obligué a caminar y, en el trayecto hacia el despacho de Axel, encontré los cadáveres de Friedrich y Gretel. Ella había muerto de un disparo en el pecho, y él tenía clavada una de las inyecciones letales de Axel. La puerta de su despacho estaba entreabierta.

- Marcel... - dijo al verme - Tengo que reconocer que esto no me lo esperaba.

Le temblaban las manos y la voz. Tenía la mirada de un loco, la mirada de un hombre que está viendo todo su mundo desmoronarse. Me apuntaba con una pistola pequeña.

- ¿Has venido a matarme tú en persona? Qué detalle. 

No dije nada. Los coches de policía ya habían llegado, y desde un megáfono empezaron a gritar que saliésemos todos con las manos en alto.

- Adelante, hazlo. - me dijo - Termina lo que empezaste. 

Entonces decidí que ya había tenido suficiente muerte aquel día.

- Haz lo que quieras, Axel. - dije a la vez que me daba la vuelta y dejaba la pistola sobre un mueble.

Esperé mi muerte, pero Axel no me concedió esa liberación. Cuando llegué a la primera planta, escuché un disparo proveniente de su despacho: él mismo se había quitado la vida antes de ir a la cárcel. Estaba acusado de tantos crímenes que sabía que, si entraba, nunca saldría. Puede que yo debiera haber hecho lo mismo, y sin embargo salí con las manos en alto y me arrodillé ante los coches de policía. El humo me escocía en los pulmones y hacía que me llorasen los ojos, aunque puede que esto último se debiese a la muerte de Maverick, cuyo cuerpo había vuelto a ver a la salida. Los perros ladraban furiosos, y el hedor de los cadáveres calcinados me revolvió el estómago. Tres policías me tiraron al suelo y un cuarto me esposó. 

Ya lo había perdido todo, mi libertad incluida.

Los crímenes de Marcel PeetersDonde viven las historias. Descúbrelo ahora