Capítulo 9

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Sabía que no era buena idea volver a beber después de una noche como la anterior, pero necesitaba saber si me estaba volviendo loco. Quería ver si Elliot reaparecía.

Esperé un buen rato hasta que se hizo de noche y volví al bar del que había sido mi profesor de lengua.

- No, no te quiero aquí. - me dijo.

- Después de hoy no volveré nunca más.

- No, vete.

Al final tuve que marcharme y buscar otro sitio. Vi un supermercado abierto y pensé que quizás podría comprar algo y...

- ¿Tú eres gilipollas o qué? - me grité a mí mismo.

Le di una patada a una lata de Fanta que había tirada en el suelo. No me quedé a gusto, pero algo era algo.

¿A ese nivel de desesperación había llegado? ¿Realmente me importaba estar loco? Ya lo averiguaría: tenía toda una vida por delante para descubrirlo.

Entonces sentí que me observaban. Me giré, en parte esperando ver a Elliot, pero sólo estaba yo. Pese a ser sábado, se estaba jugando el mundial, así que todo el mundo estaba pegado a una tele.

Di unos pasos y volví a girarme: nada, mi única compañía eran las farolas. Agarré con fuerza el mango de mi pistola dentro del abrigo. Apuré el paso.

De repente sentí un movimiento rápido a mi lado, y cuando me giré a ver qué era, ya era demasiado tarde: recibí un empujón que me tiró al suelo de un callejón húmedo y oscuro.

La pistola se me había resbalado de las manos y había caído a dos metros de mí. Pude ver que el desconocido me apuntaba con otra gracias al brillo metálico que la luna reflejaba en ésta.

Levanté las manos, no por miedo, sino por ganar unos segundos para pensar. Él se acercó un poco más a mí y le pude ver la cara. Tenía el pelo largo y oscuro y los ojos negros también. No era muy mayor, debía rondar los veinte años, y le temblaba la mano. Pero lo que más llamaba la atención sin duda alguna de su aspecto eran unas manchas oscuras en su piel y su extrema palidez.

- ¡Dáme una razón para que no te mate! - me gritó.

No entendía nada. El chico parecía más asustado que yo y se notaba que no estaba seguro de lo que estaba haciendo.

- ¡Habla!

Seguí sin contestar.

Él empezó a llorar de pura rabia. Sentía sus ganas de apretar el gatillo, pero también su inseguridad.

- ¡¿Sabes quién soy?! - me preguntó - ¡Me has arruinado la vida! ¿No dices nada? ¡Dime mi nombre y te dejaré vivir! ¡Dilo!

Intenté pensar en todas las personas a las que le había arruinado la vida. Eran tantas... Jerry, Prim, Elisabeth, Alice... Y eso sin contar todas aquellas víctimas de Batman que ahora se amontonaban en los centros de rehabilitación o bajo los puentes. Además, estaban los familiares de los policías que había matado en mi huida hacia el aeropuerto. Hasta me planteé que tan sólo fuera fruto de mi imaginación.

- ¡Dilo!

Entonces me di cuenta de una cosa: me estaba hablando en inglés.

Carraspeé antes de hablar:

- Ojalá supiera quién eres, lo digo en serio, pero no tengo ni idea. He hecho tanto daño que ya ni sé los nombres de mis víctimas.

- ¡¿Lo sabes o no, Marcel?! - me sorprendió escuchar mi nombre en su boca.

- No.

El chico dio un paso más al frente. Cada vez estaba más nervioso.

- Tú no quieres dinero, ¿me equivoco? - pensé en voz alta - La venganza es mucho más dulce que el dinero y hasta ofrecértelo sería una ofensa. Podría decirte que ha pasado mucho tiempo como para que te recuerde, pero seguro que a tí se te ha hecho mucho más largo. Ni siquiera tengo mi pistola a mi alcance. Me parece que estoy a tu merced.

No sabía muy bien qué hacía, pero me la estaba jugando como nunca.

- No lo quieres hacer, ¿verdad? - pregunté - Me refiero a matar.

- Cállate.

Me pegó el cañón a la frente. Esperé el disparo, pero no llegó. El chico se apartó y tiró la pistola al suelo: no había sido capaz.

Me puse en pie mientras él tenía un ataque de tos. Aún así, no hice movimientos bruscos.

- ¿Cómo te llamas?

- Maverick. - contestó entre su tos.

Escucharlo activó mi memoria: el niño del puerto, el que me había hecho un corte en el lateral del abdomen.

Avancé unos pasos sin poder creerlo, con la boca abierta.

Cuando lo conocí ya tenía mal aspecto, pero había cambiado mucho en cuatro años. No sólo por haber aumentado de tamaño y por tener unas facciones más marcadas, sino por lo extremadamente enfermo que parecía.

Sabía que era arriesgado, pero necesitaba cerciorarme de que era real, así que le toqué un hombro. Sí, era de carne y hueso. Después de la visita de Elliot la noche anterior, empezaba a pensar que todo era posible.

- ¿Qué te ha pasado? - pregunté.

Él seguía tosiendo.

Me agaché para recoger nuestras pistolas y luego lo acompañé hasta un banco junto a una farola para que descansase. Por fin, el ataque de tos pareció remitir. Con la luz le vi mejor las manchas: era sida.

- ¡¿Que qué me ha pasado?! Se enteraron de que había sido yo el que te había dicho donde encontrar a Charles. Mataron a mi madre y le prendieron fuego a mi casa. He sobrevivido estos últimos años en la calle a base de alimentarme de basura. Y luego está esta puta enfermedad... Se supone que los síntomas tardan en aparecer diez años. Ni en eso he tenido suerte.

No supe qué contestar. Entonces le rugieron las tripas.

- ¿Tienes hambre? - le pregunté.

- No quiero nada que venga de tí.

Me puse en pie. Necesitaba un momento para pensar.

- ¿Cómo lo cogiste? - pregunté por curiosidad.

- ¿Esto? - se señaló las manchas - No es de tu incumbencia.

- ¿Te tratas?

- No llevo ni medio euro encima, ¿tú qué crees?

Lo miré a los ojos: parecía un animalillo herido, dispuesto a morder para defenderse, pero muerto de miedo.

- Ven. - lo ayudé a levantarse.

- ¿A dónde vamos?

- A mi casa. Ya pensaré que hago contigo.

Los crímenes de Marcel PeetersDonde viven las historias. Descúbrelo ahora