Capítulo 3

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- Marcel... Cuánto tiempo... - la madre de Kevin me acababa de abrir la puerta - Pasa, pasa. Avisaré a Kevin de que has venido.

La mujer parecía verdaderamente sorprendida. Ella no sabía nada de lo que su hijo había estado haciendo bajo mi dirección. Pensaba que aquel juicio solo había sido un malentendido. Una mujer muy inocente...

Kevin todavía vivía con sus padres y su hermana. Se suponía que mi primera idea tenía que haberlo sacado de allí, pero, si cabe, ahora era todavía más dependiente de ellos que antes. En parte por el dinero, en parte por la enfermedad de su hermana, que le impedía realizar jornadas completas. Él tenía que cuidarla y ella no hacía más que empeorar. O por lo menos eso me habían dicho. Llevaba años sin verla.

- No quiero que vengas a mi casa. - dijo tras cerrar la puerta del salón para que nadie nos escuchara.

- Lo siento.

- Marcel, quiero que te vayas. - dijo intentando contenerse - Ya has hecho suficiente dándole esperanzas a mi madre, que ahora cree que has venido a ofrecerme un trabajo.

- En parte es cierto, ¿no? - dije.

Kevin parecía muy molesto, pero también algo triste. Creo que le estaba pasando lo mismo que a mí con mi hermano. Él, Jerry y yo habíamos sido grandes amigos, y aquellos recuerdos dolían como una puñalada en el pecho. Las noches de fiesta, las aventuras, las bromas entre nosotros... Todo dolía.

Jerry y yo lo habíamos conocido un día en la empresa. Estábamos discutiendo un tema cuando él entró a traernos unos papeles. Él, muy osado, se atrevió a decir que mis cálculos estaban mal. Y tuve que darle la razón ¡Yo, que nunca se la doy a nadie! Y así es como un empleado don nadie de la empresa se convirtió en uno de nuestros mejores amigos y nuestro mejor contable. Kevin era el más joven del grupo, pero también era uno de los miembros más preciados de este. Siempre alegre, con soluciones ingeniosas, fiel... ¿Dónde se había quedado aquel Kevin?

- Kevin, hablemos, por favor.

Él me miró con sus ojos inteligentes.

- No quiero. Solo quiero que te vayas.

- Sé que estás dolido, pero...

- Marcel, vete. - me interrumpió.

- Está bien. - me levanté - ¿Puedo...? ¿Puedo saludar a tu hermana antes de irme?

Él negó con la cabeza.

Pero cuando me estaba yendo, una voz descendió desde las escaleras diciendo mi nombre. Justo después, la madre de Kevin bajó las escaleras.

- Grace quiere hablar contigo. - dijo la mujer - No te vayas sin hablar con ella antes, por favor. - rogó.

Kevin me miró enfadado, miró a su madre y después volvió a posar su vista en mí, ya no enfadada, sino triste.

- Ve. - dijo.

Grace era una mujer de diecisiete años. Y digo mujer porque ella realmente nunca fue una niña. Desde los seis años, que fue cuando empezó a perder la movilidad, se había pasado la vida de consulta en consulta. Se tuvo que volver una niña solitaria a la fuerza, pues las pocas veces que le permitían salir de casa al año se podían contar con los dedos de las manos. Tenía que venir un profesor a su casa, pero ella había dejado de interesarse por los estudios: sentía que no tenía sentido si nunca los iba a poder llevar a la práctica.

Pero yo nunca hubiera estado preparado para encontrármela como me la encontré aquel día: ayudada por una mascarilla a respirar, pálida y totalmente postrada en la cama.

Los crímenes de Marcel PeetersDonde viven las historias. Descúbrelo ahora