Capítulo 4

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 Esfinge tenía su cuartel general en una antigua embajada abandonada. Ubicada en la ciudad de Washington DC, comprada a principios del mes de septiembre. El complejo consiste en un espectacular edificio de principios del siglo XX, cuyo interior fue reconstruido por el arquitecto John E. Tiran que mantenía lazos con la VI Logia Masónica del Templo del Amanecer del Fénix. En su interior, catorce enormes columnas sujetan los cuatro extremos del templo. Cada columna, aparentemente, es una réplica exacta de la sala hipóstila del templo de Karnak. Sobre el muro sur puede verse el ojo de Horus que todo lo ve, flanqueado por dos estatuas de doce metros cada una de Isis y Osiris.

En ambas paredes las alusiones a Anubis eran evidentes.

Sentado delante de su set-up de control, el hombre recorría su mirada en las tres pantallas conectadas a su ordenador para observar como Mark Lachner se movía igual que una rata en su ratonera. Disfrutaba con el sufrimiento de los demás.

Desde pequeño sufrió bulliyng por su origen judío, sus compañeros de colegio se burlaban de él. De manera que aquella circunstancia marcó para siempre el carácter del pequeño que vivió aislado del mundo.

Su carácter lejos de ser afable y disfrutar de su infancia se volvió un tanto difícil de llevar. Así que cansado de aguantar su situación, una noche, se enfrascó en una pelea que terminó hiriendo de gravedad al hijo de un vecino. Fue internado en un correccional hasta que cumpliera la mayoría de edad.

"El cebo es perfecto"—pensó Esfinge mientras daba un sorbo al café.

—Bienvenido, señor Lachner—, resonó su voz en unos altavoces en el sótano.

Lachner un tanto desubicado, alzó la mirada hacia la voz que le hablaba.

— ¿Quién es usted? ¿Por qué no me ha matado?—preguntó alzando la voz—. ¿Qué es este sitio? Exijo una respuesta.

—Tranquilícese, aquí las normas las impongo yo. Nadie me dice lo que debo de hacer. Además, quien está a mis órdenes es usted. De modo que haga exactamente lo que yo le ordene.

Mark no pudo reaccionar. Se quedó sin poder de reacción. Ese extraño iba en serio y no tuvo más remedio que prestar atención a sus exigencias.

—De acuerdo, veamos que tengo que hacer. ¿Y si me niego?—contestó con un tono altivo.

—Creo que no querrá saber cuál será mi reacción. En las paredes hay varias trampas que serán accionadas si veo que intenta escapar. Enfrente de usted, un dispositivo expulsará una toxina que hará que su sistema nervioso se paralice provocándole la muerte en tres segundos. En la cara este, una escotilla hará que dos mambas negras aparezcan y su mordedura será mortal. Como ve no le quedan muchas alternativas—amenazó de forma explícita.

—Está bien, usted gana.

—Siempre gano, señor Lachner—aclaró—. Mi madre me enseñó a no perder, y a no dejarme intimidar por nadie bajo ninguna circunstancia. Harto de que abusaran de mí, apuñalé a una persona. Por lo cual, no me temblara el pulso una vez más. Y ahora déjese de hacerse el héroe. Ronda la leyenda que dentro del templo de Luxor se encuentra unas tablillas de arcilla que puede comprometer a nuestra estirpe. Ese mensaje, detalla con precisión las instrucciones que debieron seguir los constructores de las pirámides. Comprenderá que no puede salir a luz pública esa información. Su misión será anticiparse a Garish Bowman y a Rashida Larek. No me cabe la menor duda que en el momento en que conozca de su existencia, actuaran. Deberá impedir que obstaculicen nuestro propósito. Una vez lo haya encontrado, deberá matar a ambos.

— ¿Ha dicho Garish...Bowman?—preguntó sorprendido.

— ¿Lo conoce?—preguntó Esfinge, dando un golpe en la mesa.

—Si no recuerdo mal, devolvió un papiro al Museo de El Cairo. Sobre una conspiración al faraón Ramsés III que orquestó su mujer con el capitán de la guardia real—recordó—. Admiré su entrega.

Al ver que Mark elogiaba al egiptólogo, el villano montó en cólera mudando su cara de color. Había sido una noticia que había dado la vuelta al mundo. Sin más respondió:

—Ese maldito aprendiz de arqueólogo tuvo que insistir en entregar ese maldito papiro al pueblo egipcio.

— ¡Hizo lo que dictó su conciencia! Corresponde que estuviera en un museo. Vaya lección ¿eh?—se mofó Mark.

La sangre del faraónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora