Una tormenta de arena procedente del desierto del Sahara, cubría la ciudad de El Cairo. Algunas personas trataban de refugiarse en edificios públicos. La visibilidad dificultaba ver a varios kilómetros a la redonda.
En la plaza Tahrir, un hombre cubría con su cuerpo a su mujer para protegerla del fuerte viento que azotaba a esas horas a la capital cariota. En el extremo sur, varios vehículos quedaron sepultados bajo una inmensa capa de grava.
Las obras para la construcción de un hotel de lujo, quedaron paralizadas y el esqueleto hablaba solo del paso del tiempo. Como era normal, el edificio era lugar de encuentro de indigentes que cada noche se refugiaban para protegerse del frío invierno.
A media mañana, la gran nube del desierto se fue disipando. Dejando a su alrededor un espectáculo tan dantesco que llevaría varios días en recuperar. Aunque este tipo de fenómenos atmosféricos eran muy habituales en la capital, ninguno de sus habitantes se llegaba a acostumbrar del todo.
Con el objetivo de prevenir males mayores, todos los vuelos fueron desviados al aeropuerto de Luxor.
Garish miró por la pequeña ventanilla del avión divisando a lo lejos a un pequeño autobús que esperaba aparcado en la pista de aterrizaje. Cuando por fin el aparato procedía a aterrizar, el conductor, un hombre de unos treinta años, de tez muy morena, abría la puerta para salir al abrasador asfalto.
Su camisa estaba empapada en sudor.
Ya en la pista y para combatir el asfixiante calor del verano, sacó de su bolsillo derecho un pañuelo que mojó con agua. Y acto seguido, con mucha desesperación lo frotó por su nuca.
Las calles de la ciudad respiraban un ambiente frenético. Las bocinas de los coches, hacían imposible mantener una conversación entre personas. La contaminación acústica era ensordecedora.
Varios grupos de turistas seguían a sus guías que portaban en su mano derecha, una banderola con la bandera de los países a los que representaban.
Por otro lado, Rashida se desenvolvía como pez en el agua. Aquel ambiente, no le extrañaba nada en absoluto. Para ella, el caos de Luxor tenía un encanto terriblemente ordenado.
El regreso de Garish a Egipto, sumió al joven en unos breves instantes donde sus pensamientos se revolvían como un tornado en su cabeza. Tan abstraído se hallaba que no escuchaba a su prometida.
Después de la muerte de Dorman, su vida cayó en un vaivén de vicisitudes que le hacía caer constantemente en un cúmulo de circunstancias difíciles de superar. Menos mal que a su lado estaba Rashida, que brindó en muchos momentos su incondicional apoyo.
Constantemente, la figura de Sheldon fue alabada a pesar de que las desavenencias entre los dos amigos llegaron a límites insospechados. Aunque tuvo mucho que agradecerle en el sentido que fue el único que apostó por él, cuando nadie daba un duro por un joven aprendiz de arqueología. Por otro lado, no pudo perdonarle que hiciera de la arqueología un negocio.
"Había sido mucho más fácil para ambos, si se hubiera ceñido a respetar la egiptología como ciencia y no como un medio para ganar dinero de forma fraudulenta"—pensó Bowman mientras se revolvía en su asiento.
Con confianza en sí mismo, Mark Lachner aprovechó para dosificar parte de las pocas fuerzas que aún conservaba para no cometer errores del pasado. Si jugaba bien sus cartas, la cautela sería una buena aliada.
De nuevo, Lachner tenía que enfrentarse a otra situación en la que se requería un enorme sacrificio. Y de eso, iba sobrado.
Muy a su pesar, recordó con ansiedad, la terrible experiencia vivida allá por dos mil dos cuando durante dieciocho días tuvo que sobrevivir en uno de los desiertos más extremos del planeta Tierra: el desierto de Atacama, en Chile. Sin muchas opciones, tuvo que tomar decisiones drásticas si quería salir con vida en ese infierno del fin del mundo. Se trataba de decidir entre la vida y la muerte. Lo tuvo claro, debía de beberse su propia orina y alimentarse de serpientes de cascabel y escorpiones.
En el momento que fue rescatado, nadie pudo explicarse como había sobrevivido a un clima tan extremo. Tras recuperarse unos días más tarde, y ser preguntado por un periodista cómo recordaba su experiencia, Lachner lo achacó al instinto de supervivencia que cada humano genera ante situaciones tan extremas.
La voz de Esfinge resonó por segunda vez por los altavoces:
—Señor Lachner, espero que haya tenido tiempo suficiente para reconsiderar mi oferta.
—No tengo muchas opciones, ¿es verdad o me equivoco?—contestó resignado.
—En absoluto.
—Lo suponía—admitió con gran pesar.
—De todas maneras, si usted hace bien su trabajo, le prometo que lo dejaré con vida. Y esto, solo será un vago recuerdo en su memoria. Si me permite un consejo, tápese con sus manos sus ojos. Voy a encender la luz y no quiero que sea cegado.
En el instante que la habitación se iluminó, Lachner quedó maravillado ante la reproducción tan exacta del templo de Karnak quienquiera que había sido el artífice de tal obra maestra. La cara de Mark lo decía todo sin expresarlo con palabras y eso no pasó desapercibido para su captor.
— ¿Veo que ha quedado impresionado?—preguntó.
—Es...—se interrumpió.
—Digamos...impresionante—terminó la frase con una sonrisa de satisfacción el extraño hombre.
Nada de lo reproducido en ese lugar, estaba por azar. Todo había sido diseñado por un motivo. El autor o autores, se tomaron demasiadas molestias para que cada cosa guardara una estrecha relación con la anterior. En su totalidad, el hilo conductor giraba alrededor del dios Horus.
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La sangre del faraón
PertualanganMark Lachner es secuestrado por una antigua sociedad secreta. A pocos días de una exposición, Asia Amble, Conservadora del Departamento de Egiptología del Museo Británico, encuentra por casualidad un diario donde se detalla el hallazgo de una ciudad...