Capítulo 39

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Ya nada podría salir mal. Michael había conseguido algo tremendamente difícil; estar comiendo de la mano de Mark. Avanzaba hacia un nuevo horizonte, completamente distinto al de días anteriores. Por lo menos, ahora sabría a qué atenerse.

Pero quizás la parte más importante de todas estaba aún sin resolver. ¿Qué hacer cuando Lachner recuperara el documento? ¿Era ese el momento de confesarlo todo? ¿Y si antes que ellos, Garish Bowman se hubiera adelantado?

De momento, lo prioritario era encontrar al egiptólogo. Luego habría lugar para encontrar la solución a esas y otras cuestiones.

Establecer entre ambos un plan de contingencia, era la principal premisa para encarar su meta.

Lachner dio el primer paso:

— ¿Por dónde debemos empezar?

—Mark, ¿sabes por casualidad quien fue Edgar Cayce?

Lachner no conocía nada de ese hombre. A pesar de sus diferencias, el arqueólogo reconoció que su compañero estaba más informado que él mismo.

—No, nunca he oído hablar de ese nombre.

Cuando era niño, Cayce fue golpeado en la cabeza con una pelota de béisbol, por lo que le llevaron al hospital, donde lo declararon muerto, pero en segundos se despertó completamente sano. A la edad de 23 años se quedó mudo y solo volvió a hablar hipnotizado, en una de sus cerca de 15.000 lecturas, afirmaba que allí dentro se encuentra una Biblioteca (llamada también el Salón de los Registros) que custodia el registro de los acontecimientos transcurridos en la Atlántida desde los tiempos en que la Esfinge fue edificada, así como los logros de su portentosa civilización. También alberga un registro de los contactos que esta mítica civilización tuvo con otras naciones, así como la crónica de la destrucción del mítico continente y los cambios que se produjeron en el mundo como consecuencia. La biblioteca guarda registros de cómo se construyó la gran pirámide de Keops, que junto con la Esfinge no son más que copias de objetos ya existentes en la Atlántida, ahora sumergida.

Pero la Atlántida resurgirá de nuevo del fondo de los océanos.

Por lo menos con la confidencia de Tullen, tendrían de dónde tirar del hilo.

Tras la confesión, llegaba el momento culminante. Era hora de pasar a la acción y dejarse de tanta cháchara. Para eso estaban allí.

Ese día el termómetro marcaba cuarenta grados a la sombra. El calor infernal del desierto del Sahara era apabullante.

Ambos arqueólogos quisieron llegar temprano antes de que el cuerpo de policía hiciera acto de presencia. Una de las cosas que más preocupaba a Mark era que los agentes le pidieran las credenciales. Cosa que no poseía del gobierno egipcio.

Siguiendo la línea del horizonte, Lachner pudo vislumbrar la explanada del complejo funerario de Gizeh. Donde se erigía la pirámide de Keops se encuentra originalmente cubierta por piedras caliza totalmente lustradas, produciendo así que reflejarán la luz del sol. Como fiel testigo del esplendor de una civilización que marcó los designios de una gran cultura.

A la luz de los milenios, esta obra arquitectónica ha sido objeto de numerosas incógnitas que a día de hoy todavía siguen siendo un misterio.

La pregunta aquí es ¿cómo lograron mover y ensamblar en la pirámide estos bloques de piedra?

Lachner se sumergió en la atmósfera mística que rodea a la llanura.

Unos pasos más atrás, Tullen se había quedado inmóvil hablando por teléfono.

Cuando Mark giró la cabeza y contempló la escena de su amigo, su cara reflejaba un tremendo disgusto. Sin embargo, con gran esfuerzo se mordió la lengua e hizo de tripas corazón.

Tullen dejó de hablar, guardando su móvil, para reunirse con Lachner. Michael pronto adivinó en su rostro un gesto de indignación.

—Lo siento, Mark, pero me urgía hacer una llamada. Te prometo que no habrá más retrasos en nuestra expedición.

Lachner tuvo la intención de recriminarle su actitud. No obstante, quiso hacer de nuevo la vista gorda.

Nervioso por adentrase en los entresijos de la Esfinge, Michael observó con cierto suspense, una extraña luz verdosa que emergía a través de una abertura lateral del cuerpo de la estatua.

—Lachner, ¿ves lo mismo que yo?

— ¿Dónde?—respondió Mark sin saber a lo que se refería Tullen.

—Allí, no ves como un reflejo de alguna linterna.

— ¡Ostias, es verdad! Pareciese que el inframundo se hubiera abierto paso en el interior—exclamó sobresaltado Mark.

Bajo el poder hipnótico del reflejo, ambos arqueólogos caminaron cautelosos. Se miraron mutuamente en el momento que descubrieron que alguien había abierto una trampilla, que daba acceso al vientre del cuerpo del león o lo que pareciese ese animal.

Siguiendo la luz, pronto cayeron en la cuenta que estarían visitando el infierno egipcio. Ese paso de la muerte a la vida que tanto obsesionaba a los antiguos egipcios. Pero antes, deberán de superar una serie de obstáculos que ese laberinto sin piedad habría puesto en su camino.

De rodillas en el suelo, caminaron por un angosto corredor que pondría a prueba al ser más claustrofóbico. Mark sintió que su respiración se volvía fatigosa, lo que le provocó una fuerte opresión en el pecho. Se detuvo un momento para descansar y recuperar el hálito necesario para reanudar la marcha.

Tullen preocupado por su compañero lo imitó.

—Mark ¿te encuentras bien?

—Es este maldito aire viciado. Se te mete en los pulmones y no te deja respirar—contestó jadeante Lachner.

—Es verdad. Es como un cuchillo que te desgarra.

—Me recuperaré, te lo prometo.

—No te preocupes, cuando te sientas bien lo intentamos de nuevo.

Con un poco más de capacidad pulmonar, Mark apremió a Tullen a continuar. Sin embargo, sus piernas aun no respondían a las órdenes de su cerebro.

Poco a poco, el estrecho túnel derivó en una cámara donde por fin lograron tener más oxígeno.

Tullen creía que estaba viendo una reproducción de la capilla Sixtina del arte egipcio. Entonces Mark, oyó algo que le erizó la piel.


La sangre del faraónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora