CAPÍTULO XXX

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GAIA

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GAIA.


—¡Gaia! —grita Gideon desde el estudio—. ¡Gaia! ¡Tienes que escuchar esto!

Pongo los ojos en blanco y deposito sobre la mesa de café frente a mí el libro de poesía de Rumi que mi madre dejó en la biblioteca del estudio junto con una copia de "Matar a un ruiseñor", "Matadero cinco", "Mujercitas", "Orgullo y Prejuicio" y otras lecturas esenciales, citando las palabras que utilizó cuando le pregunté acerca de ello. Arrastrando los pies, camino a través del comedor y me apoyo contra el marco de la puerta que lo divide del estudio.

Un impresionante escritorio de caoba con el ordenador portátil sobre su superficie ocupa el centro de la estancia, y detrás de él hay un ventanal con vista al jardín de la casa y, más allá, al lago. La pared a mi derecha está recubierta de estanterías repletas de libros y antigüedades mientras que en la que se encuentra a mi izquierda, justo por encima de un sofá de cuero envejecido, cuelga un cuadro abstracto en tonalidades negras, azules, verdes y blancas.

No puedo evitar sonreír al ver a Gideon sentado detrás del escritorio, con la mirada fija en la pantalla del ordenador.

—¿Qué no puedo hacer ahora? —bromeo, cruzando los brazos sobre mi ligeramente abultado vientre.

Luego de haberse enterado que estamos esperando un hijo, Gideon puso la página de embarazo en favoritos y la visita religiosamente, informándome acerca del desarrollo de nuestro bebé y cómo cambia mi cuerpo a medida que las semanas transcurren.

Esta semana, con aproximadamente 14,2 centímetros, nuestro hijo es del tamaño de un mango.

Esta mañana, en cuanto mi prometido se enteró que ya podía sentir los movimientos del bebé, tan suave como el aleteo de una mariposa, me exigió que siguiera la frecuencia de estos, alegando que de cuatro a ocho empujes por hora se consideran la norma. De alguna forma, mientras mi vientre aumenta en tamaño, también lo hacen los conocimientos de Gideon sobre lo que está sucediendo con mi cuerpo y nuestro bebé. El miércoles pasado, al comienzo de la decimoséptima semana, me informó que el pequeño había aprendido a succionar y que ahora empezaba a llevarse las manos a la boca.

—Sus horas de sueño son alrededor de dieciocho al día —dice con su sensual acento y una brillante sonrisa, como lo hace cada vez que aprende algo nuevo sobre el desarrollo de nuestro hijo—. Y sus piernas y manos ya están completamente formadas.

Se recuesta en su asiento, echando una última mirada a la pantalla antes de darme toda su atención.

—Sus ojos todavía están cerrados, pero... —continúa, como si hubiera leído la página un centenar de veces y se la hubiera memorizado. Y sé que lo ha hecho.

—Gideon —exhalo, interrumpiéndolo—. ¿Me puedes hacer un favor?

Rápidamente corta su diatriba y asiente.

TraiciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora