CAPÍTULO XXVI

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GAIA

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GAIA.

El tiempo parece haber transcurrido cada vez más deprisa luego de habernos mudado. Una semana se convirtió en dos, luego en tres y finalmente en cuatro; y cuando quisimos darnos cuenta, Gideon tenía que empacar para viajar a Vancouver.

Había una tristeza en sus ojos cuando nos despedimos que sólo había visto en las escasas oportunidades en que debíamos separarnos. Le rogué a mi padre que me dejara ir con él, pero dijo que era muy peligroso para alguien que no estaba lo suficientemente entrenado y se negó.

Fueron tres semanas largas, durante las cuales permanecí deambulando por nuestra nueva casa con mi corazón apretado de miedo en mi pecho. Ni siquiera los DVD de clases de yoga que mi madre me compró para que me relajara cuando Gideon viajó a Quebec hace unos meses pudieron relajarme. A pesar de haber mejorado mi equilibrio y elasticidad, no han hecho nada para calmar mis nervios y ese terrible sentimiento que se ha alojado en mi estómago.

Le envié algunos mensajes a Gideon al pasar los días, pero sin contar el primero en donde me notificó que ya se encontraba en Vancouver, todos quedaron sin respuesta. Sabía que él estaba realmente ocupado haciendo lo que sea que tuviera que hacer, pero le echaba de menos. Y me preocupaba por él.

Sintiéndome rebelde por alguna razón, me levanto de la cama donde estuve recostada a oscuras con la mirada perdida en el cielorraso sobre mi cabeza por las últimas dos horas y me visto con pantalones de chándal y un sujetador deportivo. Me niego a pasar otro segundo en esta casa, y si eso significa correr el riesgo de enfermarme una vez más con tal de ir al gimnasio cuando sé muy bien que tengo uno en el sótano, que así sea.

Me coloco la sudadera de Gideon y una chaqueta negra, porque a pesar de que el invierno finalmente ha acabado y ya no está nevando, un fuerte y gélido viento sopla desde el lago. Arriesgo una mirada al reloj sobre la mesita de noche para ver que son las dos de la madrugada y agarro mis zapatillas de deporte para meter mis pies en ellas sin calcetines antes de bajar corriendo las escaleras, abrir la puerta de un tirón y dejar que se cierre de un golpe a mi salida.

Dejó de nevar hace aproximadamente un mes, pero el cielo sigue cubierto por grandísimos nubarrones que impiden el paso de la luz plateada de la luna de comienzos de mayo. El viento ruge a mi alrededor, arremolinando partículas de nieve que aún permanecen en el suelo, golpeando mi rostro y helando mi piel en cuestión de segundos mientras corro los kilómetros que me separan de la construcción de concreto.

Rápidamente me lanzo contra la puerta del gimnasio, pero esta no se abre y me estremezco de dolor al impactar contra ella. Maldiciendo y frotándome el hombro que se ha llevado la peor parte del golpe, uso la llave de repuesto que mi padre me dio hace varios años cuando me dijo que podía usar el gimnasio cuando quiera, incluso si estaba cerrado.

Jamás la he utilizado antes, pero supongo que siempre hay una primera vez para todo.

Entro en el momento exacto en que otra ráfaga de viento sopla en mi dirección y cierro la puerta detrás de mí. Cuando me giro doy un brinco, viendo al menos una docena de ojos sobre mí. Hombres de diferentes edades y complexiones físicas se encuentran de pie frente a mí formando un círculo, con sus expresiones faciales variando de la perplejidad descarada y la incredulidad a los ceños fruncidos y mandíbulas apretadas, como en el caso de Zev Silvestri.

TraiciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora