CAPÍTULO I

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GAIA

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GAIA.

Me despierto en una silenciosa casa. Bueno, sería silenciosa si los ronquidos provenientes de la habitación de mis padres no se escucharan.

Adormilada, me destapo y me pongo en pie para ir en busca del albornoz colgado del gancho detrás de la puerta. El frío de la oscura madera bajo mis pies descalzos me ayuda a espabilarme rápidamente. Intento exponer lo menos posible a mis pies a la frialdad del suelo debajo de ellos y camino a grandes zancadas hasta la cómoda para rebuscar en uno de sus cajones por un par de calcetines antes de ponerme las zapatillas deportivas.

Cuando me asomo a la ventana, descubro que una fina capa blanca cubre el césped delantero de la casa. Me quedo allí, hipnotizada, mirando hacia el lago congelado y a la nieve cayendo suavemente del cielo gris, impactando contra las ventanas en un silencioso pedido de acogida para a continuación caer con decepción a la tierra. Todo es oscuridad y nieve, el sol aún muy lejos de hacer acto de presencia a pesar de ser ya las seis de la mañana.

Atándome el cinturón del albornoz alrededor de mi cintura, abandono silenciosamente mi habitación y camino de puntillas por el pasillo, tratando de no despertar a nadie mientras bajo por las viejas escaleras de madera, cuyos escalones de alguna manera nunca crujen. Le pregunté a mi madre sobre eso una vez cuando tenía alrededor de siete años y me dijo que las hadas del bosque habían entrado y los habían silenciado mágicamente. De más está decir que creí cada una de sus palabras y busqué implacablemente por dichas hadas durante seis meses. Como era de esperar, nunca me encontré con ellas; y en más de una ocasión tuvieron que reclutar a un equipo de búsqueda porque me había extraviado.

En el piso inferior la diferencia de temperatura es mayor y me hace temblar mientras hago una línea recta hacia la cafetera ubicada en la esquina de la cocina. Rápidamente me preparo una taza de café y camino hacia la puerta de entrada sujetando la bebida caliente entre mis manos.

Frío aire de mediados de enero me golpea en cuanto abro la puerta de madera, del tipo que congela tu boca y nariz, y unos cuantos copos de nieve que caían a la deriva se posan en mi abrigo y cabello. El viento gélido azota mi pelo sobre mi rostro apenas atravieso la puerta y el manto blanco en el césped es lo suficientemente grueso como para dejar huellas a mi paso.

Ciño el albornoz fuertemente a mí alrededor y avanzo lentamente hacia la pequeña mesa de madera dispuesta frente al lago, arrepintiéndome de no haberme tomado el tiempo de buscar un abrigo mejor.

La blanca nieve que espolvorea el suelo difumina el límite entre el agua congelada y la costa rocosa, ocultando la delgada capa cristalina que aún no termina de formarse y que puede llegar a romperse si alguien se para sobre ella. La nevada cima de la montaña resalta contra el negro horizonte, las estrellas brillan de alguna forma más nítida que en los meses anteriores y la Luna, tan delgada que casi luce como una rotura en un manto de terciopelo oscuro con brillos esparcidos aleatoriamente, resplandece detrás de las nubes plateadas como los ojos del chico que, con apenas siete años, cambió mi vida para siempre.

TraiciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora