CAPÍTULO III

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GAIA

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GAIA.

—¿Gaia?

Sacudo la cabeza al oír mi nuevo nombre y giro mi rostro para mirar hacia los preocupados ojos plateados del Gideon de veinticinco años. Sonrío ante la peculiar forma en que siempre ha dicho mi nombre, como si estuviera saboreando cada letra de él.

—Sabes, nunca te agradecí —digo tímidamente mientras recorro su rostro con mi mirada.

—¿A qué te refieres? —pregunta confundido. Su acento italiano haciendo que las esquinas de mi boca se curven un poco hacia arriba.

—Por aquel día en que me encontraste en el bosque. —Abre la boca para decir algo, pero prosigo antes de que pueda desestimar mi agradecimiento—. Sólo eras un niño, pero tomaste una decisión que me salvó la vida. No quiero ni suponer qué me hubiera sucedido si no me encontrabas.

Ajusta la manta a mi alrededor y besa la cima de mi cabeza, acariciando ligeramente mi frente con sus labios durante un segundo apenas perceptible.

—Te vi cuando estabas jugando al escondite con tus padres —confiesa luego de un largo silencio, quitándome la taza vacía de las manos y depositándola detrás de nosotros sobre la mesa de madera.

Su declaración me confunde.

—¿Qué? —pregunto, alejándome de él para poder ver su rostro mientras proceso lo que acaba de decir. Sus ojos plateados me miran con una mezcla de dolor, miedo y admiración, provocando que muerda mi lengua y cambie mis próximas palabras en un intento por hacerlo sentir menos miserable por haber mantenido ese hecho en secreto durante todo este tiempo—. ¿Entonces siempre me has acosado?

—Siempre te he cuidado —corrige con una diminuta sonrisa, retirándome el pelo que el viento llevo sobre mis ojos y colocando el mechón negro detrás de mi oreja—. Aquella vez vi como ellos corrieron hacia el coche en vez de esconderse cuando te tocó contar.

Una inexplicable sensación de náuseas me invade.

—Oh.

—Me sentí completamente impotente. —Se remueve, incómodo.

Sacudo la cabeza de un lado a otro mecánicamente y me lleva unos minutos volver a estar en condiciones de hablar.

—Gideon, tenías sólo siete años —digo con suavidad—. ¿Qué podrías haber hecho?

—No lo sé —murmura con tristeza. Se encoge de hombros y aleja su mirada de mis ojos para mirar ausentemente hacia el lago frente a nosotros—. Supongoque podría haber ido detrás de ellos, o ir en busca del Don....

Mi corazón se detiene en el momento en el que me mira con sus intensos ojos de acero líquido y recorre mi rostro.

—Gideon. —Levanto una de mis manos y la poso sobre su mejilla—. Hiciste lo que tenías que hacer y jamás te reprocharé por no haber actuado de otra forma.

TraiciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora