«La Academia Umbrella era un grupo que sabía destacar, por su aspecto, habilidades y demás. La número ocho, Erin Hagrevees, no. Su talento siempre fue volverse invisible»
Erin Hargreeves es una de los ocho.
Antes, la conocían como The Spy. Antes, e...
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En un futuro apocalíptico
Cinco no pudo volver. Recorrió el futuro en llamas y buscó la academia. Creyó que, si alguien podía sobrevivir a una catástrofe tal, esos serían sus hermanos.
No fue así.
Recorrió la casa en ruinas y fue encontrando, uno por uno, los cuerpos ya adultos de sus hermanos. Enterrados entre los escombros, sangrantes.
Todos muertos.
Al principio, quiso creer que no lo eran, pero vió sus tatuajes. El paraguas. Era imposible negarlo.
Encontró a Erin a unos metros de Klaus. Su pelo rubio teñido de azul, su boca cubierta de sangre y su vista perdida en el suelo. Los escombros la aplastaban desde un poco más arriba de la cintura hacia abajo. Tenía una mano estirada, como si tratara de alcanzar algo o a alguien.
Vanya no estaba allí, aunque con seguridad no había sobrevivido a tal catástrofe. Qué irónico que no estuviera con los demás ni en la muerte.
Se aferro con rabia al ojo ahora en su bolsillo, el que debía pertenecer al responsable de ésto.
Tenía que volver. Tenía que advertirles.
Tenía que saber.
¿Cómo sucedió ésto?
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Ahora
El gimnasio en que vivía Diego era un poco cutre, pero representaba de forma bastante acertada la vibra de su hermano. Violento, descuidado, caluroso.
Erin hizo el ademán de ir a recorrer el lugar. Quería ver si podía tomar un recuerdo o dos antes de buscar a Diego. Luther la detuvo tomándola del brazo.
—Eh, espera, no te separes de mí— dijo, y agregó:—Yo haré las preguntas— su tono de voz decía claramente que estaba dando una orden.
Erin resopló, cruzándose de brazos con un puchero y, por supuesto, decidió no hacer caso a Luther.
—Estoy segura que tengo habilidades sociales mucho mejores que tú— argumentó, se safó del agarre de Luther y se encaminó a preguntar por Diego al que parecía ser el encargado del lugar.
Luther esperó a su lado, enfurruñado, y tuvo que rechazar dos veces la oferta del tipo de entrenarlo para la lucha de boxeo.
Mientras caminaron al cuarto de Diego, Erin reía.
—Dios, Luther, tal vez deberías considerarlo. Digo, no se cómo lograste crecer tanto, pero bien podrías ser luchador de sumo.
